Carmen McEvoy

Una de las declaraciones que no recibió la debida atención durante la tan promocionada Asamblea General de la OEA en Lima y la posterior reunión, en Washington, para discutir la “crisis peruana”, fue la de Ned Price, portavoz del Departamento de Estado de EE.UU., cuando señaló en una rueda de prensa que: “Estamos dando seguimiento muy de cerca a la situación política de y creemos que la rendición de cuentas es vital para un sistema político democrático”. Y es que todos los miembros de la OEA, fundada el 30 de abril de 1948, tienen la obligación de defender “los valores democráticos, los Derechos Humanos y el Estado de derecho”, tal y como lo establece la Carta Democrática Interamericana. En ese sentido, el presidente pidió a la OEA utilizar los artículos 17 y 18 de dicho documento para “defender la democracia” del Perú y frenar lo que él y sus asesores consideran una “modalidad de nuevo golpe de Estado”. Una solicitud teñida de un inocultable oportunismo, ante una denuncia constitucional en su contra por, supuestamente, liderar una mafia que, desde antiguo, viene anidando en el núcleo del Estado Peruano con la finalidad de vampirizarlo.

Los escándalos en las altas esferas del poder que implican a parientes, amigos y compadres (algunos incluso fugados desde hace varios meses) se suceden día a día ante la resignación de millones de compatriotas cuyo objetivo fundamental es sobrevivir, luego de una peste que se llevó a hijos, hermanos, padres y amigos. Con siete carpetas fiscales abiertas y más de un centenar de pruebas de toda índole, el presidente Castillo se ha instalado en un mundo paralelo en el que la rendición de cuentas, que tanto preocupa a Ned Price y al Departamento de Estado de EE.UU., brilla por su ausencia. Lo que más bien repite, el que representó las esperanzas de los que confiaron en la palabra de un maestro rural que prometió refundar la república, es el conjuro de la auto preservación. Acá me refiero a esa narrativa simplista de la victimización, del que no tiene en su registro el concepto de la responsabilidad personal y mucho menos, el de la dignidad del alto cargo que ocupa. A estas alturas, resulta penoso no solo corroborar la degradación acelerada de una institución que el profesor Castillo recibió sumamente dañada, sino observar a su representante deambulando por calles y plazas con la finalidad de establecer una narrativa salvadora plagada de mentiras. Porque si bien es cierto que la fiscal de la Nación, Patricia Benavides, ha sido cuestionada y deberá dar cuenta de sus actos, ello no significa que el equipo de buenos servidores públicos que lidera y que defienden al Estado dedique sus horas de trabajo a fabricar pruebas y a comprar testigos, como el mandatario irresponsablemente afirma, cada vez que se siente amenazado por el brazo de la ley.

La defensa frente a sus adversarios, que incluso le negaron la legitimidad de su mandato, no permite que el jefe del Estado dedique su atención a lo verdaderamente importante: la compra de urea para fortalecer la seguridad alimentaria de millones de peruanos; un plan energético para los tiempos difíciles que se nos vienen; la seguridad ciudadana que la sucesión de ministros no permite; y algo que, a la luz del intento de suicidio de una menor por ‘bullying’ en la escuela o la violación y muerte de un angelito de dos años, resulta vital para nuestra recuperación como sociedad: una política de salud mental para confrontar las secuelas que el COVID-19 ha dejado en las mentes y corazones de los que no sucumbimos.

Un Ministerio de Salud enfeudado al partido político que le asegura la sobrevivencia, que tanto obsesiona a Castillo, no garantiza el tipo de políticas públicas que estos tiempos extremadamente penosos requieren. A propósito de ello, pienso en la conmoción que causó entre muchos de nosotros la noticia de una embarazada a la que, en teoría, la raptaron para robarle a su bebe. Irma del Águila nos recordó, citando a Jean Noel Krapferer, que los rumores y noticias falsas circulan en la medida en que portan penas y miedos colectivos. Ciertamente, admitamos que somos una república apenada y que solo nos curaremos si intentamos encontrar, entre todos, una manera sana, noble y generosa de relacionarnos. Porque pueden llegar todas las misiones del mundo, pero sin una decisión firme para cambiar el viejo paradigma, seguiremos encandilados por dañinas y perversas ficciones.

Carmen McEvoy es historiadora