(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alexander Huerta-Mercado

Hace casi 30 mil años, artesanos anónimos en el norte de Europa labraron con bastante dificultad pero con mucho detalle unas preciosas figuras de piedra que representaban mujeres. Los rostros de estas esculturas generalmente eran inexistentes, pero sus senos eran exageradamente grandes y, en muchos casos, lo eran también sus órganos reproductivos.

De estas obras maestras del Paleolítico tal vez nunca sepamos nada. Ni de sus autores, salvo que fueron geniales y que supieron sacar de la roca una belleza que todavía deslumbra. Sin embargo, sí sabemos que en el siglo XIX se les bautizó como “venus paleolíticas” al suponerlas diosas asociadas a la fertilidad.

Esa interpretación se une a una muy larga tradición en Occidente de apropiarse de la imagen de la mujer y representarla desde una perspectiva masculina para una mirada igualmente masculina. Ello limita la función esperable de la mujer solo a madre o a una dimensión puramente sexualizada.

En este artículo, quisiera compartirles algunas reflexiones sobre cómo se ha venido representado a la mujer como imagen. Hablaremos de pinturas al óleo y de publicidad, de chicas que aparecen en la televisión y de cómo, a la larga, estas imágenes parecieran estar dirigidas a una omnipresente y juzgadora mirada masculina propia de una sociedad patriarcal.

Comencemos con una idea simple: toda representación parte primero de un concepto que cada uno de nosotros construye a partir de lo que aprende en su propia cultura. Antes de representarlo en palabras o en arte, solemos tener un concepto de lo que es para nosotros, por ejemplo, el amor, la pasión o la tristeza.

A su vez, podemos tener conceptos de seres que no existen en la realidad (como los dragones) o sobre lo que la sociedad nos ha enseñado (por ejemplo, qué es un hombre o una mujer). Los problemas empiezan cuando las representaciones se hacen en base a conceptos que han sido impuestos y no cuestionados a lo largo del tiempo.

El crítico de arte, novelista y poeta inglés John Berger sostenía que en el arte de la pintura al óleo se podía observar la manera en que, bajo la excusa de una obra artística, las mujeres habían sido representadas a través del desnudo desde una perspectiva masculina para un observador masculino. Berger notaba que la mujer desnuda era pintada mirando a su observador (es decir, a nosotros) siendo consciente de ser observada. Exactamente como miran las modelos y las vedettes en las fotografías de hoy en día, de manera indirecta y seductora.

El arte como caballo de Troya para mostrar el desnudo femenino no es nuevo ni exclusivo de la pintura. Roland Barthes sostenía que, en el cabaret parisino, el striptease aparecía como una danza que, como arte, servía de vestido simbólico para la bailarina.

No es de extrañar que cuando se inventaron las primeras máquinas de registro fotográfico en el siglo XIX, las fotografías de bailarinas de ballet fueron reproducidas masivamente para el consumo de los caballeros que las guardaban en sus billeteras. Estas imágenes –representando a mujeres en pose de danza– eran excusas, nuevamente artísticas, para que los hombres consumieran la imagen del cuerpo de la mujer. De la misma manera, hoy en día las vedettes pueden aparecer en las primeras páginas de los tabloides, en poses de bailarinas que de alguna forma “visten” su casi desnudez.

Pero para el caso peruano no basta analizar solamente el uso de la imagen de la mujer, sino el concepto que se ha tenido de ella. Es preciso entender nuestra sumisa condición poscolonial. Hemos heredado un orden político imperial que encontró en el cuerpo de la mujer el espacio perfecto para el dominio político posconquista. Así, enclaustrar a las mujeres en la casa, hacerlas portadoras del honor de la familia y cubrirlas con la idea de pecado, garantizaba el control de la reproducción de la sociedad, de la vida doméstica y de las expectativas de los varones.

Esto forma parte de lo que el antropólogo Pierre Bourdieu denominaba violencia simbólica. Es decir, el tipo de violencia que está integrada, normalizada y prácticamente aceptada en la sociedad incluso por quienes la sufren (y obviamente por las personas que no la sufren).

La perspectiva masculina ha imperado entonces en las representaciones publicitarias de la mujer como ama de casa, como trofeo para los hombres bebedores de cerveza o como modelo a la que se le exige siempre maquillaje y buena presencia.

Dos aspectos han sido interesantes en el cambio de las representaciones de las mujeres:

Hoy en día, en mayor número las mujeres se han hecho cargo de su propia representación a través del arte, la fotografía y la literatura. Y tenemos un importante número de lideresas de opinión en televisión y blogs. Por otro lado, el poder de Internet ha permitido la creación de comunidades que cuestionan el machismo y comparten testimonios personales, y que han apoyado más de una vez marchas contra la violencia contra la mujer que han destacado por su gran convocatoria.

Creo, sin embargo, que el problema de fondo es el concepto de ‘mujer’ que culturalmente hemos desarrollado en el Perú urbano y en general en esta parte de Occidente. Los varones no poseen necesariamente el monopolio de transmitir valores machistas y es un trabajo de todos replantear las expectativas de los roles de género (esto, por supuesto, incluye los programas escolares, los medios y la educación familiar). Aprender a escucharnos y darnos cuenta del punto de vista de toda identidad presente en nuestra sociedad. El tema se complejiza cuando es el mismo sistema formal el que se encarga de instaurar una cultura machista.

Como mencioné anteriormente, hace 500 años se impuso colonialmente el imperativo que presentaba a la mujer como encarnación del honor de la familia (lo cual generó en ella un sentido de culpa y una reclusión en la casa donde era vigilada permanentemente). No estoy seguro de que esta perspectiva haya cambiado demasiado. Si revisamos las definiciones en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, edición 2017, encontraremos que uno de los conceptos de honor está dedicado (¡todavía!) a las mujeres: “Honestidad y recato en las mujeres, y buena opinión granjeada con estas virtudes”.

Como siempre, las mejores definiciones no nos las darán los diccionarios, sino la convivencia que nos permita entendernos. Así, podremos definirnos y representarnos como queremos ser definidos y representados.