(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Vivimos tiempos difíciles. Mientras escribo esta columna, una combinación de negligencia, corrupción, ausencia del Estado e informalidad provocó un incendio en el que murieron 17 personas, entre ellas cuatro niños. El siniestro, en un paradero informal de Fiori, cierra, al menos por un momento, un ciclo de noticias tremebundas. Algunas, surrealistas, como es el caso del lanzamiento de la candidatura de Chibolín a la Presidencia de la República. Y otras terribles como las dos violaciones en “manada” que sirvieron de preámbulo al retorno de la conflictividad social en Las Bambas. Frente a esta última situación tenemos un jefe de Estado hamletiano quien hace malabares por sobrevivir. Resulta triste admitirlo pero nuestro devenir cotidiano transcurre en medio de una precariedad absoluta que es consecuencia directa de problemas irresueltos que vuelven –una y otra vez– para acosarnos. Porque ya no es ningún secreto que la causa de la mayoría de asaltos, violaciones, desbordes de ríos y conflictos –de todo calibre– tiene que ver con un Estado hemipléjico que, salvo honrosas excepciones, descuida la protección y bienestar de sus ciudadanos. Más allá de la lucha contra la corrupción que todos defendemos, existe una dimensión material de la República que no está siendo atendida a cabalidad.

“Todos tenemos la culpa” afirmó el presidente Vizcarra respecto a la tragedia en Fiori añadiendo que debemos “trabajar unidos” para encontrar el progreso. Debido a que el desafío que enfrentamos como República es titánico, su análisis no debe ser reducido a frases –que por ambiguas– no dicen absolutamente nada. Por ello que me permito introducir una reflexión que puede ayudar a contextualizar lo que nos está ocurriendo. Que no es un simple asunto de culpa grupal sino de ausencia de responsabilidad personal, que va desde el comportamiento del vicepresidente de la comunidad de Fuerabamba –que atropella a policías en estado de ebriedad y sale libre de polvo y paja– hasta la del ministro de Transportes y Comunicaciones, jugando al gran bonetón en medio del peor caos vehicular de nuestra historia. Porque si realmente queremos construir un Estado de cara al siglo XXI, es hora de desterrar la culpa cristiana y en su lugar demandar la responsabilidad cívica, que no es anónima porque tiene nombres y apellidos.

La culpa, señalan los expertos en el tema, es, ante todo, una emoción que integra la tristeza, el dolor, la amargura y la angustia. Estados de ánimo que paralizan en lugar de movilizar. Dicho esto, el sentimiento de culpabilidad no puede solucionarse, porque no responde a una situación de aprendizaje o adaptación. La responsabilidad, por otro lado, que procede del latín ‘responsum’, del verbo ‘respondere’, que a su vez se forma con el prefijo re-, alude a la idea de repetición, de volver atrás, y el verbo ‘spondere’, que significa “prometer”, “obligarse” o “comprometerse”. Lo que demanda una toma de conciencia frente a los hechos en los que se ha participado, analizando la realidad y modificando la conducta que sea necesario modificar. Así, el sentimiento de responsabilidad ayuda a crecer mediante la introspección y un necesario proceso de readaptación y cambio de actitud. Por requerir una revisión pormenorizada de los propios actos y las rutinas habituales, así como una disciplina y un entrenamiento para cumplir con ineludibles deberes ciudadanos, sustituir una cultura de culpa por una de responsabilidad no es tarea fácil.

“La libertad significa responsabilidad. Por eso la mayoría de hombres la temen” dijo alguna vez el extraordinario dramaturgo irlandés George Bernard Shaw. Estuve pensando en esta ecuación mientras participaba en la conmemoración del bicentenario del primer grito libertario en Supe. Porque más allá de la fiesta patriótica que cada villa, pueblo, distrito, provincia y departamento tiene el derecho a celebrar, lo que el momento demanda es preguntarse sobre lo que hicimos con la libertad que próceres como Francisco Vidal, supano y presidente de la República, gratuitamente nos otorgó. El “hecho político” de la independencia de Supe –declarada por un puñado de peruanos que apostaron por “la causa” en medio de la ventana de oportunidad provista por la expedición libertadora– no ha derivado en una ciudad floreciente y moderna que mire con optimismo el siglo XXI. Muy por el contrario, Supe, que tiene una belleza natural envidiable y alberga una civilización milenaria como lo es Caral, ha sido irresponsablemente dejada a su suerte. Como muchas otras ciudades del Perú, orgullosas de su historia e identidad local, la ciudad vanguardia de nuestra libertad aún espera el reconocimiento nacional y mundial que merece.

En pleno izamiento de la bandera nacional en la placita de Supe recibí la triste noticia del fallecimiento de mi maestro y entrañable amigo Julio Cotler. Momentos después y cuando se produjo una suerte de encuentro, al menos visual, entre el monumento del “padre fundador” Vidal y una de las estampas del pasacalle que presentaba la magia y belleza de la civilización caralina, pensé en Julio pero también en Supe como el símbolo del primer experimento protorrepublicano asentado en cinco milenios de historia. Muy pocas repúblicas del mundo pueden exhibir esa maravillosa superposición de experiencias que, en nuestro caso, desafortunadamente ha devenido en la república coloidal (el adjetivo le pertenece a Cotler) que hoy tenemos. Y aquí me permito contar una anécdota que describe de cuerpo entero la vulnerabilidad que permanentemente nos acecha. Dejé el Supe de los anhelos y de las escasas oportunidades y me dirigí a Caral que, dicho sea de paso, merece una carretera y no ese camino que no guarda relación alguna con la magnificencia de una ciudad sagrada. El regreso de una experiencia –que a todos recomiendo– fue en un mototaxi que se quedó sin gasolina en medio de la nada y de una creciente oscuridad. Por suerte un buen samaritano nos “convidó” dos vasos de gasolina que nos permitieron retornar sanos y salvos a Lima. En la carretera pensaba en Caral, en el Supe embanderado y en ese Perú coloidal de Cotler, escaso de oportunidades, de experiencias compartidas y de ciudadanos responsables. Que sobrevive a golpe de una “suerte” que algún día nos abandonará.