Un grupo de personas compra en un mercado peruano en plena emergencia sanitaria por el COVID-19, el pasado 8 de mayo.
Un grupo de personas compra en un mercado peruano en plena emergencia sanitaria por el COVID-19, el pasado 8 de mayo.
Richard Webb

Nada nos trae más al presente que la angustia de una emergencia, pero al mismo tiempo el ancla que nos permite sobrevivir es mirar el futuro con fe. En medio de la tormenta actual, ¿hay argumentos para el optimismo? ¿Para creer en un regreso a la normalidad? Si bien la fe es algo más que evidencia, la lectura del pasado es por lo menos un punto de partida.

La historia de las crisis en la vida de las naciones nos lleva de inmediato a dos sorpresas. La primera es su alta incidencia y variedad, tanto que se vuelve cuestionable el concepto de un regreso a la “normalidad”. Terremotos, huaicos, plagas, epidemias y sequías llegan regularmente por cortesía de la madre naturaleza, sumándose a las guerras y a los desmanejos económicos que son de cosecha nuestra. Se entiende entonces la alta religiosidad tan característica de las primeras culturas humanas, cuyas vidas siempre pendían del capricho o buena voluntad de una fuerza invisible. Pero la segunda sorpresa ha sido la resiliencia de los países para recuperarse y sobreponerse a tanta calamidad, las que fabrica la naturaleza y las que creamos nosotros mismos.

Los casi dos siglos de historia de la República del Perú ilustran ambas sorpresas, tanto por la frecuencia y la severidad de eventos calamitosos como por la rapidez y fuerza de las recuperaciones. En cuatro ocasiones, dos en cada siglo republicano, la economía ha sufrido un cataclismo con la desaparición de un cuarto o hasta la mitad de la producción nacional. La primera se dio con el largo proceso de independencia y creación de un nuevo Estado, proceso que duró casi un cuarto de siglo y que, entre costos de guerra y de parálisis de la economía, significó una reducción de 43% en la producción por habitante. El segundo cataclismo de ese siglo fue consecuencia de la guerra con Chile, cuando nuevamente se sufrió una interrupción de un cuarto de siglo y una pérdida de algo más de la mitad de la producción por habitante, sin contar la destrucción de infraestructura y bienes de capital. El tercer cataclismo se inició en 1929, por la crisis económica mundial que empezó, y nos hizo perder cinco años y casi un cuarto del ingreso por habitante. Y finalmente, entre mediados de los años 70 e inicios de los 90 sufrimos un cuarto cataclismo, una alargada recesión por la coincidencia de varias causas –desmanejos económicos, terrorismo, crisis mundial de la deuda, y un fenómeno de El Niño particularmente grave–. Lo que tuvieron en común esas cuatro etapas calamitosas es que, en sus momentos más dolorosos era imposible imaginar el renacimiento nacional que iba a sobrevenir después, como sucedió en cada caso. El resultado final de esas sumas y restas fue una expansión de 300 veces en el tamaño de la economía y de diez veces en el ingreso promedio.

En la experiencia internacional se encuentran múltiples experiencias similares, de extrema calamidad seguida de extraordinaria recuperación. Durante el siglo pasado Alemania y Japón sufrieron derrotas en las guerras mundiales, en las que desaparecieron ciudades enteras, además de una hiperinflación en Alemania, pero ambas cerraron el siglo como líderes prósperos de la economía y de la democracia. Menos conocido es el caso de Corea del Sur, igualmente devastada por una guerra civil y por la separación de negocios y familias que produjo la división del país, guerra que la dejó tan carente de recursos y debilitada institucionalmente que por varios años el Banco Mundial se negaba a otorgarle crédito por su “falta de condiciones”. La devastación fue tan grande que después de la guerra el ingreso por persona de Corea del Sur fue apenas la mitad de la del Perú. Sin embargo, desde ese momento se inició un extraordinario proceso de industrialización, que lo convirtió en un país líder de la economía mundial. Otro caso poco conocido es el de Bangladesh, país que también sufrió una desastrosa guerra civil en 1971 en la que murieron cerca de tres millones de personas, seguida casi de inmediato por una severa hambruna, y que además padece de dos o tres ciclones cada década. Sus perspectivas en 1971 eran tan negras que el secretario de Estado de EE.UU., Henry Kissinger, lo bautizó como un país “basket case”, o sea, un país sin perspectiva alguna. No obstante, desde esa fecha Bangladesh ha surgido como uno de los países más dinámicos del mundo, con un crecimiento económico promedio de casi 5% durante 45 años.

El COVID-19 es un fenómeno nuevo y devastador, que recién se empieza a conocer, por lo que aún no hay forma de proyectar sus efectos con seguridad. Sin embargo, lo que sí es seguro es que la humanidad ha demostrado una sorprendente capacidad para sobreponerse a retos y amenazas en el pasado.


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