(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Ignazio De Ferrari

En el aniversario 197 de la patria, una vez más llegamos a la celebración de nuestra independencia con la sensación de que el país se nos va de las manos en medio de una marea de corrupción. Y en estos momentos de desencanto colectivo, es inevitable preguntarse si el ideal de una república de iguales podrá algún día hacerse realidad o si seguiremos, por siempre, condenados a ser un experimento fallido en el ejercicio de una democracia que no sea solo cosmética. ¿Tenemos solución?

Una de las grandes preguntas de la ciencia política es si pueden existir democracias sin demócratas. Hasta finales de la década de 1970, la disciplina pensaba que los factores que determinaban la existencia de una democracia estaban en las estructuras sociales –por ejemplo, las relaciones de clase– o en las instituciones económicas –capitalismo versus socialismo–. Con la aparición de la ‘transitología’, se empezó a poner énfasis en la agencia, es decir, en las decisiones de los actores políticos. Un país podía hacer una transición del autoritarismo a la democracia si es que las élites políticas decidían que esa era la opción más conveniente. Los militares que entregaban el poder a los civiles no lo hacían porque tuvieran un compromiso férreo con la democracia. Una transición pactada podía ser el camino para no perder todo el poder que habían amasado –una revolución los podría dejar totalmente desposeídos–.

Si bien un país puede hacer el tránsito de la dictadura a la democracia por un acuerdo de las élites, es mucho más difícil que una democracia se consolide si es que no se desarrolla una cultura política que la favorezca. Como señalaba en estas páginas Alberto Vergara hace unos días, en el Perú han existido dos grandes modelos políticos desde el fin del fujimorismo: el hortelanismo, encarnado por Alan García y los demás presidentes desde Alejandro Toledo, y el republicanismo, que personificó Valentín Paniagua. De estos dos modelos solo el último pone al ciudadano en el centro de la ecuación.

Si la elección presidencial del 2016 es un buen indicador, en el Perú parecería que la coalición republicana comprende a por lo menos la mitad del país. Lo que no parece estar tan claro es que buena parte de los ciudadanos entienda qué significa esa visión republicana. En esencia, no parecemos comprender que construir una verdadera democracia de ciudadanos significa convertirnos en protagonistas del cambio, hacernos cargo del problema.

Hacernos cargo implica invertir el orden de expectativas. Las discusiones públicas sobre el devenir de nuestro país se centran excesivamente en el rol del poder formal –es decir, los tres poderes del Estado– en los males de la patria. Esperamos de los políticos comportamientos que no se condicen con los comportamientos de las demás instituciones –formales e informales– de nuestra sociedad. Nos hemos pasado los últimos 20 años obsesionándonos con la idea de que un candidato antisistema de corte autoritario gane la presidencia, en vez de debatir en profundidad qué tenemos que hacer para que el autoritarismo y la informalidad no se sigan reproduciendo en todas las esferas de la vida del país. Los políticos y los jueces tienen que salir de algún lado, y mientras no cambien nuestros sistemas de interacciones sociales, los mismos personajes seguirán ocupando los juzgados y ganando los puestos de elección popular.

Hemos optado por la opción más fácil, la que en buena cuenta nos exime de responsabilidades. Queremos una democracia de ciudadanos en que otros piensen y hagan por nosotros. Queremos un modelo equitativo desde la política y no parecemos del todo dispuestos a ponerlo en marcha desde los diferentes espacios que ocupamos en la sociedad. La democracia se hace realidad en el tejido cotidiano tanto en el hemiciclo del Parlamento como en las salas de reuniones de una empresa, en los salones de clase de escuelas y universidades, o en los espacios comunes de una organización de base. La ciudadanía es una forma de relacionarnos, tanto entre políticos como entre padres e hijos.

El mejor regalo que nos podemos hacer los peruanos en el día de nuestra independencia es empezar a sentar las bases para una democracia realmente viable. Eso significa entender, de una buena vez, que para crear una democracia de ciudadanos, requerimos ciudadanos dispuestos a comprarse el pleito. Solo entonces, cuando empecemos a cambiar nuestros comportamientos, es que podremos iniciar el camino hacia el ideal republicano. Esa es la revolución silenciosa que necesitamos.