El río invisible, por Gonzalo Torres
El río invisible, por Gonzalo Torres
Gonzalo Torres

Nunca tanto como en este momento se ha ninguneado al Rímac, se le ha dado la espalda como a la más miserable acequia de desechos. Que una ciudad tenga un río que fluye por su centro es un privilegio y no una desgracia. Varias ciudades en el mundo se han percatado de una circunstancia como esta y han intervenido activamente el entorno de su río, descontaminando, reverdeciendo, mejorando las propiedades adyacentes, abriendo espacios públicos en sus riberas, en fin, articulando soluciones integrales para que el río sea parte fundamental de la ciudad. Que lo abrace y no lo estrangule es, al parecer, lo contrario de lo que hemos venido haciendo con el Rímac desde hace tiempo.

El Rímac es quien le ha dado el nombre a la ciudad: a pesar de querer bautizarla con el nombre castizo de Los Reyes, prevaleció la raíz indígena. El río fue una de las razones por las que se asentaron primero los naturales y luego los conquistadores, por el beneficio y el control de su agua. El río fue parte importante del entorno desde siempre, inclusive es parte de la leyenda de la conquista: cuando las huestes de Manco Inca cercaron a la recientemente fundada ciudad y se disponían a cruzar el río, éste creció súbitamente y ahogó al ejército inca.

El cerro, por eso, pasó a llamarse San Cristóbal, el santo porteador del niño Jesús que ayudó al ejército español al impedir “portear” a  los infieles. Pero esto es una fabricación nada más, como el propio santo que terminó siendo también una fabricación.

La realidad mandaba que ante la crecida del río se hiciera un mejor puente y tajamares. El resultado: el puente de piedra y lo que vemos en el mal llamado Parque de la Muralla, preocupaciones que acompañaron a los limeños por siglos.

Su imagen idílica se plasmó en grabados desde la vera opuesta y en canciones y poesías, los camarones se pescaban en el río, dicen que hasta la década de los cuarenta o hasta que los relaves mineros fueron introduciendo la contaminación y La Atarjea regulara su caudal en pro de otros beneficios.

Este no es un río como otros, navegable (alguna vez hubo un alucinado proyecto para volverlo así) o ancho y denso, pero es único en cuanto a que es parte consustancial de la historia e imagen de Lima. Cuando la ciudad era el centro, el rumor del río rodando los cantos arrullaba a los viejos limeños en las noches de invierno y en los días de estío la crecida del mismo asustaba a sus vecinos.

¿Cómo negarle la posibilidad al río de ser lo que es? ¿Cómo no convertirlo en parte de la ciudad para beneficio del medio ambiente y de nosotros, los vecinos? ¿Cómo no ver en ese espacio un orgullo más para mostrar a los turistas? El río necesita de un ente autónomo con participación privada que vea en él un espacio de rédito para la ciudad con beneficios sociales, así como turísticos y económicos. Al final de cuentas, el cortoplacismo y la política serán el único rumor que traerá el río que se irá ahogando en hilachas de inopia e indiferencia.