Desde el 2016, cuando entró en operación, la mina ha estado paralizada por más de 400 días (en total), a causa de las medidas de fuerza adoptadas por las comunidades aledañas cada vez que han protestado contra su presencia en la zona. En otras palabras, el proyecto cuprífero responsable de cubrir el 2% de la demanda mundial por este mineral, y que aporta casi el1% del PBI nacional (y 78% del de Apurímac, según Macroconsult), ha pasado alrededor de un año y un mes en la congeladora.

El más reciente episodio se viene extendiendo desde mediados de abril de este año con la invasión de los terrenos de la mina por miembros de seis comunidades y, desde entonces, la zona se ha convertido en un campo de batalla (“esto es guerra”, llegó a decir el presidente de la comunidad de Fuerabamba a la agencia Reuters). Se han incendiado máquinas, vehículos, se han dañado concentradoras de cobre y se han dado enfrentamientos con la policía, que ha buscado remover a los manifestantes de la propiedad.

La empresa asegura que aún tiene pendiente completar algunos de los compromisos alcanzados previamente con las comunidades, sin embargo, ya ha pagado millones de dólares en efectivo en compensaciones por reubicación y por el uso de terrenos que ahora quieren de regreso.

Pero, como informó este Diario el sábado pasado, a la violencia, la destrucción y al retroceso ante condiciones que las comunidades antaño aceptaron, ahora se suma otro crimen: la extracción ilegal de material de la mina. O, en sencillo, el robo de recursos naturales que, por mandato constitucional, son patrimonio de todos.

Según la nota de Gladys Pereyra, cuando los terrenos de la minera en el distrito de Coyllurqui fueron tomados el 14 de abril por la comunidad de Huancuire, la firma dejó todo el mineral no procesado en el lugar y se fue. Desde el día siguiente, dice el artículo, se vienen realizando “actividades de extracción y traslado de mineral no procesado por personal ajeno a la empresa”. Un atraco que, de acuerdo con fuentes de El Comercio, vendría siendo perpetrado por mineros ilegales que, con ayuda y participación de algunos comuneros, trasladan su botín en camiones hacia la zona de Pamputa.

Esto es gravísimo, pues no solo se han perdido alrededor de tres mil puestos de trabajo y US$ 9,5 millones diarios con la parálisis de Las Bambas, sino que la invasión está siendo aprovechada para robarle al país entero. Y el colmo es que los hampones –entre los que hay que incluir a todos los comuneros que los asisten– se llenan los bolsillos ejecutando la actividad que desde hace tanto tiempo la empresa (que ha cumplido con todos los requisitos que la ley y la Constitución le exigen para operar) está impedida de llevar a cabo.

¿Este grupo de mineros ilegales opera con la anuencia de los invasores? ¿La prolongación del conflicto tendrá algo que ver con la extracción ilícita del mineral? Desde esta columna estamos convencidos de que la mayor parte de quienes protestan en Las Bambas lo hace por razones que cree legítimas y con la disposición de que el entuerto se remedie de forma pacífica, pero todo lo que viene ocurriendo –incluidos el vandalismo y la invasión– merece una investigación exhaustiva con especial foco en los líderes de las comunidades. Si esto no se hace para salvaguardar la integridad de nuestros recursos, se tiene que hacer para separar la paja del trigo, las protestas legítimas de los crímenes.

PD: Con una inminente crisis alimentaria, que proyectos mineros importantes estén paralizados es una tragedia. Necesitamos valernos de nuestro principal fuerte económico.