(Foto: Archivo El Comercio)
(Foto: Archivo El Comercio)
Francesca Denegri

El fantasma de la Lima en llamas de los ochenta ha vuelto a despertar con su ruido hiriente y atronador. No por las bombas que explotan en la ciudad, tampoco por el terrorismo que acecha agazapado en cada esquina, sino por el ruido que día y noche hacen la prensa y los políticos por la excarcelación de una condenada que acaba de cumplir su sentencia completa.

No es la primera senderista que sale de prisión según manda la ley. Han desfilado antes que ella Judith Galván y Nelly Evans, entre otras. Muchas, aun si no todas, viven hoy tratando de reinsertarse en la sociedad. Y pronto le tocará su turno a otras militantes de rango más alto en la organización, como Martha Huatay, Victoria Trujillo Agurto y Angélica Salas. Pero ni vimos ni creo que veremos con ellas el salvaje circo de periodistas aglomerados en las puertas del penal, empujando a la excarcelada micrófono en mano como si fuera un arma, y preguntándole a mansalva si le pediría perdón al país por sus crímenes. Como si el perdón fuera un deber y no una gracia.

Tampoco veremos el penoso espectáculo de una camioneta en marcha incierta por la Panamericana Norte buscando el lugar donde poner a su pasajera a resguardo, y tropezando en cada parada con un cartel anunciándole que es “persona non grata”. Porque de Casma a Piura y de Talara a Máncora, el mensaje fue ese. Como es natural, su madre habría esperado acogerla en su casa de Miraflores, pero ante la ira de los vecinos que gritaban “¡Maritza, vete del Perú!”, habrían cambiado de plan para buscar un refugio más seguro. Sin embargo, en esa ruta por la que optaron, pronto se habrán dado cuenta de que en el fondo lo que se pretendía era perseguirla hasta verla desaparecer, quien sabe si por la frontera en Huaquillas o por algún hueco en la pista.
Mientras tanto, los políticos nacionales no se cansaban de vociferar acerca de su peligrosidad y desquiciamiento.

No creo que la virulencia de esta reacción se deba solo a que la excarcelada es senderista. Si fuera así, ya habríamos visto este triste espectáculo varias veces antes. Tampoco porque es senderista, y blanca, y de clase media alta, sino más precisamente porque, como el personaje de “Por qué hacen tanto ruido” (Carmen Ollé, 1992), Maritza tiene ahora el estigma de ser una “blanca sucia”. Es decir, una mujer expulsada de su casta. Una descastada.

Repetir aquel recurso tan común en la Edad Media de condenar a los indeseables a vagar errantes cargando su estigma por el mundo resulta hoy de una torpeza sin nombre. Si de lo que se trata es de crear un país más seguro, mucho más inteligente sería seguir el ejemplo de Colombia y su acuerdo de paz. Si las FARC finalmente alcanzaron la gracia y pidieron perdón, por qué no se podría trabajar con ese modelo. Por qué insistir, azuzando al público, en que el negacionismo de Sendero será eterno. Por qué no trabajar con otras tramas.

Pero no todo está perdido. Entre las poquísimas voces de cordura que se han escuchado estos días de tanto ruido y zozobra destacan las de dos hijos de la violencia. La madre de Daina D’Achille fue ejecutada por Sendero, y los padres de José Carlos Agüero por las fuerzas del Estado. Durante veinticinco años Daina mantuvo su dolor enterrado. Hasta que sucedió lo inexplicable cuando un buen día escuchó a José Carlos en la televisión. “El ponía en palabras muchas cosas que tal vez yo sentía, pero que no podía ordenar y decir”, dice en su entrevista en “Somos”. Entonces fue a buscarlo y conversaron. Y ahí encontró el hilo que la llevaría a su proceso de duelo.

De no haber sido porque Daina se abrió a la voz del hijo del enemigo, tan huérfano como ella, hoy ella seguiría deseando que el fantasma que mató a su madre desapareciera también en alguna barca a la deriva por la Panamericana Norte.Optó sin embargo por conocerlo y abrirse a la complejidad del debate. Ojalá el país sepa oír su propio llamado y tome rumbos más productivos y éticos.