(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)

No es fácil precisar cuándo fue que se estableció por primera vez un salario mínimo en el Perú. En cualquier caso, ocurrió antes de que el capitalismo y la república se instalasen por estas tierras. Si me apuran, señalaría como hito fundador la disposición de 1687 mediante la cual el virrey Melchor de Navarra y Rocafull, Duque de la Palata, estableció los jornales mínimos que debían pagarse en el virreinato, de acuerdo a cuatro regiones en las que este fue zonificado. A la región de Lima y la sierra central se le concedió la suma más alta, de cuatro reales, mientras que para casi todas las provincias de la sierra se fijó la de un real. Las provincias del resto de la costa, junto con algunas pocas de la sierra sur de Ayacucho, Arequipa y Charcas, donde la minería elevaba el precio del trabajo, cayeron en las categorías intermedias de dos y tres reales.

Para los tiempos de la República, un viejo estudio de Gustavo Yamada y Ernesto Bazán propone como primera campanada la Ley 2285 del 16 de octubre de 1916, mediante la cual el gobierno de José Pardo fijó en 20 centavos (o dos reales) el jornal mínimo que debía pagarse a “los indígenas en la sierra”. Esta disposición, como otras en favor del trabajo que se dictaron en los años siguientes, fue impulsada por el abogado iqueño José Matías Manzanilla, prominente miembro del partido Civil, que dominó nuestra política durante la “República Aristocrática” (Jorge Basadre dixit). 

Eran los años de la Primera Guerra Mundial; los precios de las materias primas que exportábamos los peruanos se habían elevado hasta las nubes, y los empresarios productores de lanas, plata y cobre (principales bienes que exportaba la sierra) procuraban denodadamente acrecentar su producción. Para ello requerían reclutar operarios rápidamente. Cualquier estudiante de economía diría que entonces no hacía falta ninguna ley, ya que siguiendo el principio natural de la oferta y la demanda, la competencia entre los empresarios por conseguir trabajadores debía elevar los salarios automáticamente. Sin embargo, aunque algo de esto efectivamente venía sucediendo, en muchas provincias de la sierra los indios no eran hombres propiamente libres, con capacidad para decidir su lugar de trabajo y tipo de dedicación laboral, sino que estaban en manos de hacendados, comunidades o gobernadores que restringían su libertad.

La ley de 1916 estableció también la obligatoriedad del pago en metálico, ya que por entonces los empleadores acostumbraban a conceder a los jornaleros el disfrute de pastos y tierras, o la entrega de alimentos o bebidas como parte de su remuneración, obviando o minimizando el pago en moneda. Una razón de esta práctica había sido hasta ahí la escasez de moneda en el campo, una deficiencia crónica que caracterizó el régimen de la moneda de plata, por entonces todavía vigente. 

De acuerdo con los datos del historiador Augusto Ruiz Zevallos, los jornales de los peones y obreros en Lima fluctuaban por entonces entre uno y tres soles (llegando hasta los seis en los muelles del Callao). La enorme diferencia que existía entre los salarios de Lima y las provincias de la sierra expresaba, por un lado, las diferencias de precios, pero sobre todo las muy grandes que existían en cuanto a régimen de vida o necesidades. En cualquier caso, era claro que la ley de 1916 no involucraba a los trabajadores de Lima (donde hasta los aprendices percibían tres veces mayor salario que la remuneración mínima ahí fijada), sino que se orientaba a proteger a los trabajadores más desvalidos de la economía, como eran los indígenas de la sierra (y selva, habría que añadir, aunque la ley no lo hizo).

Similar inspiración tuvieron las primeras disposiciones sobre remuneración mínima que se dieron en el mundo desde los años finales del siglo XIX en países de la Commonwealth como Nueva Zelanda y Australia. También ahí se trató de cubrir con un manto cautelar a los trabajadores de sectores donde predominaban salarios muy bajos, o en los que el carácter inmigrante de los operarios o su dificultad para asociarse en sindicatos debilitaban su capacidad de negociación. Pocos años después de su fundación en 1919, la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a la que el Perú se adhirió inmediatamente, hizo de la instauración de una remuneración mínima en cada país uno de los pilares de su quehacer. No todos los países siguieron esta directiva. En varias naciones europeas, por ejemplo, los topes salariales mínimos rigieron solo temporalmente o para determinados sectores económicos (como la agricultura), dejando al resto en manos del juego del mercado. En los Estados Unidos, la remuneración mínima se impuso por primera vez en un Estado en 1912. En 1938 se fijó para todo el país y para cualquier sector un salario mínimo de un cuarto de dólar por hora de trabajo. 

Después de la Segunda Guerra Mundial en el Perú, y toda América Latina en general, se impuso la tendencia de convertir la remuneración mínima en un instrumento de redistribución de la riqueza. Esta reorientación fue apuntalada por las organizaciones de trabajadores de las grandes ciudades, que pujaron por el aumento de dicha remuneración. La política del salario mínimo evolucionó, entonces, de ser una remuneración mínima para las regiones más apartadas, a ser un salario de referencia para muchos sectores económicos de las capitales. Esto no tendría nada de malo siempre y cuando no descuidase el objetivo inicial de la remuneración mínima, que fue proteger a los trabajadores más expuestos o vulnerables. 

Este es el dilema actual del salario mínimo, cuyo incremento acaba de ser propuesto por el Gobierno Peruano: cómo conseguir que la protección a los trabajadores de Lima u otras grandes ciudades no perjudique las posibilidades laborales del resto del país. Una alternativa sería crear salarios mínimos regionales, como en los tiempos del duque de la Palata, pero se trata de una solución que, a su vez, puede crear otros problemas. Esperamos que los amautas del Consejo Nacional del Trabajo confluyan en un planteamiento que no deje de lado el objetivo primordial que tuvieron las leyes de remuneración mínima.