Santiago, el Ícaro peruano, por Roxanne Cheesman
Santiago, el Ícaro peruano, por Roxanne Cheesman
Redacción EC

El 17 de diciembre de 1903 los hermanos Wright lograron despegar por breves segundos el avión que habían diseñado e iniciaron la carrera de dominio del aire que 66 años después llevó al hombre a la Luna. Pero mucho antes, el 22 de noviembre de 1761, una gran multitud se reunió en la Plaza Mayor de Lima a la espera de un milagro: Santiago, el fabricante de sombreros, se arrojaría desde la cumbre del cerro San Cristóbal y aterrizaría en la propia plaza.

Volar con instrumentos más pesados que el aire fue un viejo ideal. La mitología narra la historia de Ícaro que, premunido de alas de cera, voló con ellas, pero al acercarse al sol, estas se derritieron, precipitándolo a la muerte. Griegos y chinos prosiguieron el camino hasta que Leonardo Da Vinci desarrolló los diseños del ornitóptero y de los planeadores estudiando el vuelo de las aves. Pero aquí, 200 años después, Santiago de Cárdenas, conocido como El Volador en la tradición de Palma, o como El Pajarero por sus contemporáneos, también estudió científicamente el vuelo y la fisiología de la tijereta y el cóndor para concluir que la mejor forma de volar era el planeo sobre las corrientes de aire.

Aunque gran parte de sus dibujos se perdió, los manifiestos que remitió al Virrey Amat en 1761 y 1762 (“Nuevo sistema de navegar por los aires sacado de las observaciones de la naturaleza volátil”) dan cuenta de lo profundo de sus investigaciones sobre la sustentación en el aire, cien años antes de la famosa publicación del alemán Otto Lilienthal, “El vuelo de los pájaros como base de la aviación”. La caricatura popular lo imaginaba con los brazos cubiertos de plumas pero la ingeniería de sus diseños semejó el de un moderno planeador. Y reunido el pueblo el 22, tras larga espera, lo buscó en la Calle de Sombrereros y al grito de “Vuela, o te matamos”, lo persiguieron hasta la catedral, donde fue protegido por el virrey.

El episodio muestra detalles políticos y religiosos. La multitud deforma el proyecto científico, le pone una fecha mediante el rumor, se autoconvence de la posibilidad del vuelo y se siente defraudada por su no realización. 

Además, en una sociedad que conmemora las ascensiones religiosas, la idea de ver volar a un humano tiene algo de religioso y mucho de herético. Y tal vez en ese tiempo borbónico, de aumento de impuestos y de la omnipotente e inaceptable Perricholi, Santiago sirvió como psicosocial virreinal; o quizá fue solo un loco. Locura común en los sombrereros del siglo XVIII por el uso del mercurio para limpiar los paños.

Las multitudes encuentran ídolos en los gladiadores, superhombres en los toreros, gigantes en los futbolistas. La faceta lúdica de la vida, unida al riesgo mortal, supera en mucho a la administración de las cosas diarias. Administrar es labor de los políticos que jamás juntarán tantas multitudes ni detendrán la psicología de los pueblos, como parece detenerlos un gol o un campeonato mundial. Santiago El Volador detuvo Lima por unas horas;  nobles, plebeyos y esclavos se dieron cita esa tarde, democratizados por algo sin precedentes: el vuelo del sombrerero loco. Pero Santiago los defraudó y al día siguiente las encuestas orales lo desaprobaron. Murió en el olvido.