"solo con una infancia feliz y protegida podremos crear ciudadanos respetuosos porque ellos fueron respetados".
"solo con una infancia feliz y protegida podremos crear ciudadanos respetuosos porque ellos fueron respetados".
Carmen McEvoy

“La verdadera patria del hombre es la infancia”, señaló alguna vez Rainer María Rilke respecto a un hito irrecuperable donde, entre alegrías y tristezas, se irá forjando la versión del hombre o la mujer adulta a la que tarde o temprano arribaremos. Para Rilke el potencial de la infancia resulta infinito ya que “nunca estuvo la vida tan llena de encuentros, de volverse a ver, de seguir avanzando” como en ese momento clave donde cualquier acto, incluso el más simple, puede convertirse en maravilloso. Ser abuela me ha otorgado el gran regalo de ver los ojos de mis nietas iluminándose ante una ardilla trepando por un árbol, el final inesperado de un cuento o simplemente el camión de helados acercándose con su sonido musical a la casa. Desafortunadamente, ese deleite de ir descubriendo la vida y fascinarse con sus sonidos, colores y sabores no dura mucho tiempo. Algo ocurre, que tiene que ver con la súbita pérdida de la inocencia, y de pronto nos vemos “sobrecargados de grandes lejanías” e “insertados en aquellas series de imágenes en que ahora, observa Rilke, nos desconcierta persistir”.

Con motivo del Día de la Niña, celebrado la semana pasada, me pidieron que escribiera una carta a mi niña y además seleccionara algunas fotos de mi infancia para una exhibición en la que –junto con 24 mujeres a las que admiro y respeto– tuve el gran privilegio de participar. Confieso que no fue un ejercicio fácil porque me significó un viaje a esos orígenes, referidos por Rilke, que en mi caso particular suponían un “reencuentro” con mi madre que hace poco falleció. Al leer mi carta, en la que evoco una infancia feliz junto a ella en La Punta, es posible constatar la importancia de mi familia pero también del lugar donde crecí. En el arraigo físico y emocional dentro de una pequeña península, rodeada por la inmensidad del Océano Pacífico, se fue forjando la versión de la mujer que ahora soy. Leyendo las cartas de mis compañeras de la muestra, que se exhibe en el Museo de Lima Metropolitana, descubrí ciertas constantes entre ellas, por ejemplo la idea del arraigo que fortalece tanto la identidad de una niña nacida en Carmen Alto, como las de otras provenientes de Tingo María, los Andes peruanos o algún barrio en Lima. Como era de esperarse la muestra da cuenta, también, de historias de desarraigo, discriminación y acoso sexual, felizmente superadas.

Así como para algunos la infancia fue una suerte de “patria” inolvidable en la que se forjó el fundamento emocional para enfrentar los desafíos de la vida, para otros fue un lugar de abuso, de violencia cotidiana y desolación. De ello dio cuenta “Ojo público”, que justamente para “conmemorar” el Día de la Niña nos recordó una serie de investigaciones, entre ellas sobre violaciones y abortos de menores de edad por embarazos no deseados, que arrojan cifras y situaciones realmente espeluznantes. Entre el 2012 y el 2016 el sistema de justicia sentenció a más de tres mil violadores de niñas, mientras el promedio anual de denuncias supera los cuatro mil casos. Tan solo en el 2016, el Perú tuvo seis mil casos de violación sexual de niñas, más que en México, Guatemala y Nicaragua. Pero el vía crucis de nuestras niñas no termina ahí. En junio del 2014, una niña de 13 años, llamada Daniela, ingresó inconsciente a la sala de emergencia del Hospital Amazónico de Ucayali, con una infección generalizada porque se introdujo las ramas de una planta de yuca para provocarse un aborto. Al hacer las averiguaciones del caso, el personal que la atendió se enteró que Daniela “vivía en un círculo de violencia” en el seno de una familia que le había negado la educación y la mantenía encerrada. No es difícil deducir que una violación, dentro de su círculo más cercano, provocó ese embarazo que la condujo a la muerte.

He escrito muchas historias sobre el abuso contra las mujeres en este Diario, sin embargo la que todavía me cuesta volver a leer es la de Pierina, una niña de 9 años cuya madre violó y torturó sin piedad. Sus labios cosidos para que no gritara, su cabeza rapada y su carita ensangrentada son la expresión más elaborada del sadismo que va brotando como hierba mala en nuestra sociedad. Ante ello no solo basta un cambio radical en la administración de justicia sino una política integral para nuestra niñez. Solo con una infancia feliz y protegida podremos crear ciudadanos respetuosos porque ellos fueron respetados, padres y madres amorosos porque ellos fueron amados, hombres y mujeres generosos porque experimentaron la generosidad cuando iniciaron su relación con el mundo. Cuando veo la violencia física y verbal que nos desborda siempre pienso en “la patria” a la que se refirió Rilke, donde niños abusados siguen perpetuando el abuso. Es por ello que la tarea es constituir una sociedad sana invirtiendo en una niñez con educación, salud, oportunidades y un mundo creativo y feliz. Estoy segura de que en menos de una generación cosecharemos los frutos, mientras gozamos viendo un par de ojitos brillando ante una puesta del sol.