Renato Cisneros

Encuentro en Twitter el vídeo del de un barbero en Chorrillos. Entre el espanto y el morbo lo veo dos, tres, cuatro veces. El irrumpe en el local blandiendo su pistola y se dirige a un grupo de cuatro muchachos que venían esperando sentados la llegada de un cliente. Afuera, en la calle, un cómplice motorizado hace la guardia y espera. Uno de los barberos logra esconderse en el baño, otros dos se quedan inmóviles en el sillón, el último atina a levantarse y retroceder en dirección a lo que parece ser la caja registradora.

Es a él a quien el delincuente –cuyo dejo venezolano se reconoce en el audio– elige como su víctima. Primero lo obliga a entregar el teléfono (“¡Dame el celular, mamagüevo!”), y después, ante la resistencia del trabajador, que intenta inútilmente neutralizarlo, le dispara tres balazos que lo dejan postrado sobre un charco de sangre que va expandiéndose entre las mayólicas blancas de la peluquería.

Al oír los disparo, los dos barberos sentado en el sillón corren despavoridos hacia el exterior. El del baño se queda ahí. El otro, el muerto, se llamaba Antoni Yumbato Panduro, tenía dieciocho años y estudiaba finanzas. Nacido en Loreto, Antoni había migrado a la capital en busca del ‘sueño limeño’. A su asesino, otro migrante, la operación le tomó solo cuarentainueve segundos. Enseguida alcanzó la calle sin prisa, como quien sale de una panadería.

Como este, ¿cuántos vídeos de sicariatos hemos visto ya en lo que va de este año? ¿Siete, diez? Ocurren en Chorrillos, pero también en Barranco, Surco, Ate, Comas, Villa María del Triunfo; y también fuera de Lima: en Piura, Chiclayo, Trujillo. Estamos acostumbrados a ver gente morir y gente matando. Ante esta macabra función continuada, un sector de la población no duda en gritar: ¡es culpa de los venezolanos, que se larguen! Y sí, hay delincuentes venezolanos que prestan servicios a mafias locales o que organizan sus propias mafias ya sea para cobrar cupos, comercializar droga, o tender redes de prostitución. Todos esos delitos, por cierto, ya existían antes de la diáspora venezolana, pero la sensación general es que se han incrementado a partir de ella.

El informe de julio de 2024 de la OIM, la organización para las Migraciones de las Naciones Unidas, titulado Migración e incidencia delictiva en el Perú, concluye, entre otros puntos, lo siguiente: 1) Que varios estudios de percepción sobre la migración venezolana en Perú muestran la construcción de una narrativa que vincula la migración con la inseguridad, sin respaldo en evidencia empírica; 2) Que había una tendencia estable de la tasa de homicidios entre 2017 y 2019, para luego evidenciarse una reducción en 2020 y un incremento en 2021; mientras que, en 2023, la población venezolana residente en Perú representaba al menos el doble del 2018 y cerca de 20 veces más que en 2017; 3) Que las tendencias de los datos de homicidios muestran un aumento desde 2017, pero en una proporción considerablemente menor que el aumento de la población venezolana permanente; 4) Que en el caso de la victimización por delitos patrimoniales, aunque las cifras han aumentado desde el 2021, aún no alcanzan los registros pre–pandémicos, no demostrando relación con los patrones del incremento de la población migrante; y 5) Que 6 de cada 100,000 venezolanos presente en el país se encuentran en el sistema penitenciario por homicidio simple y calificado, a diferencia de los 12 por cada 100,000 peruanos internos por los mismos delitos.

Según ese documento –para mi gusto, muy serio–, los actuales picos de delincuencia, a diferencia de lo que indica la percepción ciudadana, no están relacionados directamente con el factor venezolano. El mismo informe, sin embargo, también señala problemas para recoger datos. ¿Por qué? Porque en el Perú la gente que ha sido violentada no se anima, o no se atreve a denunciar, pues existe otra sensación generalizada: la policía, lejos de ser una solución, es parte del problema (o acaso el problema principal).

Cómo negar esa sensación de abandono cuando, en los últimos meses, hemos visto a policías recomendar a ciudadanos extorsionados seguir pagando cupos a los criminales porque “no hay nada que hacer”; y hemos visto a policías decomisar armas que a los días, misteriosamente, regresan a la cadena del delito; y hemos visto a policías mantener muy bien informados a integrantes de bandas de sicarios; y hemos visto a policías ignorar denuncias gravísimas contra colegas suyos, minimizando el drama de los denunciantes; y hemos visto a policías desalmados que, en lugar de socorrer al compañero herido, lo asaltan, como si fueses hienas o cuervos o pirañas.

En el Perú de hoy estamos malacostumbrados a ver matar y ver morir, pero también a ver –cada vez más– policías corrompidos que viven en la podredumbre moral absoluta. No podemos aceptar que aquellos a quienes se les confió un uniforme para proteger a los ciudadanos sean precisamente quienes agreden, asaltan, violan y humillan. No es normal, no está bien. Naturalizarlo equivale a ser uno de ellos.

Hoy, el verdadero drama de los peruanos de toda condición social es que viven entre victimarios cada día más osados y agentes policiales cada día más cínicos. Según datos del Sistema de Información de Defunciones del Ministerio de Salud (Sinadef), cinco personas son asesinadas cada día. Hoy, sábado, probablemente, matarán a otras cinco. ¿Se dan cuenta? Esto es una ruleta rusa, una lotería negra que tarde o temprano cualquiera pueda sacarse.



*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Renato Cisneros es escritor y periodista

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