(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
Javier Díaz-Albertini

Estoy parafraseando la línea más conocida de la película “Love Story” (1970), uno de los melodramas más exitosos en la historia del cine. En el triste largometraje de amor, hay una escena en la que el protagonista le pide disculpas a su amada. Ella le responde: “Amar significa nunca tener que pedir perdón”. Jamás consideré que fuera una buena definición del amor, pero creo que es de perfecta aplicación cuando nos referimos al poder.

Nuestros gobernantes tienen una inherente incapacidad de pedir disculpas por sus errores, a pesar de que todos suframos sus consecuencias. Actúan como si el padecimiento causado fuera una suerte de daño colateral consustancial a la “suerte” de haberlos tenido como líderes.

Empecemos con , cuya muerte ha puesto sobre el tapete su trayectoria política. Algunos peruanos reaccionaron con pena, pero también hubo quienes manifestaron que el padecimiento que le causó a millones impedía toda posibilidad de empatía. Y no todos lo expresaban con odio, sino con la sobriedad de aquellos que comprenden que un último acto no borra una larga trayectoria de frecuentes despropósitos.

¿Hubo algún acto de contrición después de lo sufrido en su primer gobierno? Pues no, y lo que repitió varias veces –que fueron “errores de juventud”– solo añadió insulto al perjuicio. Su propia carta de despedida no contiene atisbo alguno de pedido de perdón, ni siquiera a Dios mismo.

Alberto Fujimori es otro ex gobernante reacio a disculparse. Por el contrario, siempre mantuvo una posición desdeñosa hacia cualquier cuestionamiento a su autoritario paso por la presidencia. Recibimos indirectamente un esbozo de reconocimiento de los agravios cuando su hija Keiko –en su famosa “reinvención” en Harvard (2015)– confesó que “cometimos errores graves”. Sin embargo, en el momento histórico para arrepentirse, al ser indultado, solo atinó a decir que pedía perdón a aquellos peruanos que había “defraudado” (y no a los que había robado, ejecutado, desaparecido, etc.).

A su vez, se limitó a confesar que recién estaba aprendiendo a ser presidente (así que aguántense) y jamás se disculpó por haber traicionado a su electorado.

¿Por qué tienen estas dificultades? No hay una respuesta sencilla pero podemos pincelar algunas posibles causas. Primero, como explicó el Dr. Elmer Huerta en una reciente columna, existe evidencia de que el ejercicio prolongado del poder lleva a un trastorno adquirido de personalidad (hubris) que afecta la capacidad de empatía y ponderación. Como señaló hace un siglo el historiador Henry Adams, el poder es “una suerte de tumor que termina por matar las simpatías de la víctima”.

Segundo, la mayoría de nuestros gobernantes no solo cometieron errores, sino que perpetraron delitos. Admitir culpa por cualquier hecho no punible generaría mayor demanda ciudadana para otras confesiones. Resulta conveniente, entonces, mantener esa caja de Pandora bien sellada y oculta.

Finalmente, y quizás más importante, en nuestro país existe una cultura extendida de impunidad. Producto de debilidades en nuestras instituciones y formación ética, se ha vuelto común que muchos peruanos no asuman su responsabilidad, especialmente cuando se tiene poder político o económico. Nadie causó los incendios de Mesa Redonda, la tragedia del bus en Fiori, el derrame de mercurio en Choropampa, las ejecuciones extrajudiciales... y así podría seguir hasta el cansancio. Más patético aun, muchas veces, para diluir la responsabilidad, se utiliza el recurso ‘Fuenteovejuna’ y resulta que “todos somos culpables”. Es decir, nadie lo es.

Para el sociólogo Max Weber, la política como profesión exige combinar la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad: la pasión por ideales acompañada por el logro de fines objetivos. El ha puesto de manifiesto –¡todavía más!– que nuestros políticos carecen de ambas. Ya no persiguen causas pero tampoco se sienten responsables por lo que hacen o dejan hacer. Resulta lamentable, por ejemplo, que clamen al unísono que son inocentes porque no recibieron directamente el dinero podrido, cuando a todas luces son culpables por permitir el festín corrupto. Por ello, es indispensable que los procesos iniciados culminen con castigos ejemplares. Puede ser que aun así no se arrepientan, pero por lo menos de esta manera no permitiremos que campee la impunidad.