La suerte de ser peruano, por Diego Macera
La suerte de ser peruano, por Diego Macera
Diego Macera

Durante la época colonial y hasta la rebelión de Túpac Amaru, el cargo de curaca era ejercido de manera hereditaria. Otros oficios y cargos durante el virreinato, como el de alférez real, eran también materia de herencia. Lo mismo sucedía en la Edad Media en distintas partes de Europa con tareas que iban desde sastre hasta herrero. 

Hoy, la idea de oficios o puestos políticos hereditarios suena absurda y tremendamente injusta. Por eso, más allá de lo que otorga el derecho de sucesiones, los títulos y derechos especiales que recibimos como herencia de nuestros padres son ya parte del pasado. Nuestros derechos civiles y nuestra seguridad personal no dependen legalmente de la cuna que tuvimos. O por lo menos eso parece.

La nacionalidad, el derecho de ciudadanía de un país, puede ser perfectamente analizada como parte de la herencia familiar, como una valiosa propiedad transmitida de generación en generación. Y al igual que en el legado de una casa o de una cuenta bancaria, el beneficiario se hace acreedor a este derecho simplemente por las circunstancias de su nacimiento.

Es difícil sobrestimar el valor potencial de un pasaporte suizo, estadounidense o australiano para alguien que nació en un país subdesarrollado. Las oportunidades de educación, de trabajo, de ingresos, de expectativa de vida, y un largo etcétera, están íntimamente ligadas al azar de la nacionalidad heredada. No es descabellado, de hecho, argumentar que la mayor parte de la desigualdad en el mundo –esa que llama a la obsesión de tantas personas– no se da por la herencia de empresas, propiedades inmobiliarias o cuentas bancarias, sino por la herencia de nacionalidades.

El paralelo conceptual entre la propiedad física heredada y el acceso a la ciudadanía no es total (por ejemplo, la segunda no puede venderse), pero invita a varias reflexiones. Es, de hecho, sorprendente que la herencia de nacionalidades y su transferencia merezca tan poca atención en un debate internacional que permanentemente se cuestiona por la legitimidad de los derechos de los ciudadanos en varios aspectos. El mismo debate que reflexiona sobre la justicia –o injusticia– para sus ciudadanos del derecho al matrimonio, a la educación gratuita o a las transferencias del Estado rara vez se detiene a cuestionar la lógica de la pertenencia al exclusivo club que te da esos beneficios. La distribución de membresía política –que hoy se toma como natural y que podría ser uno de los activos más valiosos a heredar– depende de algo tan arbitrario como las circunstancias de nacimiento, y es increíble la fuerza de la tradición que explica que a nadie le llame esto la atención. 

Esta perspectiva se hace especialmente relevante en un contexto de creciente nacionalismo en las economías más desarrolladas. Los llamados del presidente Donald Trump a poner siempre a “Estados Unidos primero” y a hacer más difícil la recepción de extranjeros no son otra cosa que su intento por explotar al máximo los beneficios de la arbitraria membresía estadounidense al tiempo que se restringe el acceso al club.

La escasa migración hacia el Perú hace que este asunto no sea materia de conversación aún, pero en la medida en que avance la globalización y lleguen cada vez más españoles, venezolanos o colombianos a trabajar aquí, nuestro celo respecto al club al que pertenecemos será también puesto a prueba.

En resumidas cuentas, restringir la membresía nacional a una familia que vive o desea vivir en el lugar, cumple con la ley y paga impuestos solo en función a su lugar de nacimiento o su ascendencia debe llamar más a la reflexión. Por fuerza de tradición, nos tomó siglos cuestionar el sistema de oficios y puestos políticos heredados. Es la misma fuerza la que hoy nos ata a nuestra nacionalidad.