Yo el supremo, por Luis Millones
Yo el supremo, por Luis Millones
Luis Millones

De los varios Congresos de Americanistas a los que he logrado asistir, el que me resulta inolvidable es el que se llevó a cabo en Mar del Plata en 1966. Aunque el evento se inauguró en Buenos Aires, el balneario fue la pasarela de notables intelectuales en un difícil momento político para la nación argentina, desatado por la llegada al poder del general Juan Carlos Onganía, quien se mantuvo en el cargo hasta 1970.

Presidió el congreso , uno de los más notables arqueólogos latinoamericanos, cuyas investigaciones y capacidad docente iluminaron varias generaciones de investigadores argentinos. Los muchos libros que escribió –especialmente aquellos que compartió su discípulo José Antonio Pérez Gollán– fueron lecturas obligatorias para los futuros científicos sociales de esta parte del continente. Su generosidad era proverbial y nos la hizo sentir a los novatos como yo, con una calurosa bienvenida que permitió que nos sintiéramos parte de un selecto grupo de participantes.

Días antes de finalizar el congreso, José María Arguedas me avisó que regresaría a Lima, probablemente disgustado por un desagradable debate con Richard N. Adams, de la Universidad de Texas. La discusión sobre la identidad de la población indígena no era un terreno frío para nuestro escritor, cuya sensibilidad emocional lo abrumaba frente a la lógica de su ocasional  contrincante. Nos encontramos en el hotel de invitados, donde José María me dio un par de sus libros y me pidió que los entregase a su “amigo Augusto”, que vivía en Buenos Aires. Concluidas las sesiones fui alojado en la casa de uno de los discípulos de Rex (como se le llamaba familiarmente al presidente del Congreso de Americanistas) y fui a cumplir con el encargo, como parte de mi interés de recorrer la capital argentina.

Me sorprendió la modestia del barrio y más aun lo austero del domicilio del amigo de Arguedas. Eran apenas dos habitaciones, muy reducidas. Pasando la puerta de la calle me recibían una mesa y algunas sillas, muy usadas, en un cuarto que había visto épocas mejores. Pero este ambiente desapareció cuando la persona que me saludaba desde la puerta llenó mi atención por su gesto amable y risueño. Era alto, con algunas canas en un cabello que ya escaseaba. Me recibió ofreciéndome “lo único que tengo listo”, refiriéndose a una taza de café y unas “masitas”. Le alegró recibir las obras del “cholo Arguedas” y, luego de preguntar por él, quiso saber lo que yo hacía. Como era fácil darse cuenta de que él tenía mucho más que decir, le devolví la pregunta sin contestar la suya. Fue una decisión atinada, recibí a cambio una de las lecciones más completas de literatura latinoamericana, sin que mencionase sus propias obras.

En medio de la reunión irrumpió un joven con algunas preocupaciones que parecían urgentes, pero que Augusto calmó sin apremio, no sin antes ofrecerme disculpas porque el visitante y él hablarían en su “lengua tribal”. Luego que el visitante partió, mi anfitrión siguió su lección, derivando ahora sobre el guaraní. Aprendí, entonces, que se trata de una lengua onomatopéyica, que forma sus nombres a partir de los sonidos de la naturaleza y de los seres vivientes, y que era tan vital en el pueblo paraguayo que, incluso en el Parlamento, cuando las discusiones se cargaban de pasión, se discutía en guaraní.

Al despedirnos me regaló dos libros que guardo como joyas: “El baldío”, una colección de sus cuentos publicado por la Editorial Losada, y “Los diez mandamientos”, una antología de narradores americanos de la editorial de Jorge Álvarez. Recién entonces descubrí que había tenido el privilegio de conversar con , exiliado en Buenos Aires.

Casi treinta años más tarde nos volvimos a encontrar, esta vez en París. Lo vi en un café, rodeado de admiradores o discípulos y tenía a su lado a un niño pequeño. Me acerqué a saludarlo y le recordé mi visita en Argentina: “¡Ah, el amigo de Arguedas! Ahora –me dijo–, yo te voy a presentar a Yo el supremo”, y me señaló a su hijo.

Su vida, azarosa y heroica, no había cambiado su sonrisa.