(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Hace poco más de 26 años, las ventanas de mi casa se sacudieron con estruendo, como si se hubiera estrellado un avión. Sendero Luminoso había volado un coche-bomba no muy lejos, en la calle Tarata, matando a 25 personas e hiriendo a más de 150. Al día siguiente, un amigo de mi padre tuvo que alojarse en nuestra casa, porque la suya ya no existía.

Un par de meses después, yo iba a un concierto en taxi cuando transmitieron por la radio la noticia de la captura de Abimael Guzmán. No podíamos creerlo. Estábamos tan felices que el taxista me hizo un descuento. Dos desconocidos como nosotros, seguramente diferentes en todos los aspectos, teníamos algo en común: queríamos que se detuviese esa violencia demente. Queríamos vivir en paz.

Esta semana, aniversario de la caída de Guzmán, también se dictó sentencia contra él y la cúpula senderista por el atentado de Tarata. Una nueva cadena perpetua cayó sobre los responsables del baño de sangre.

La ocasión debería recordarnos que ganamos esa guerra. Parece una perogrullada repetirlo, y sin embargo, hay voces en este país que ven a Sendero en cada manifestación, en cada evento cultural, en cada izquierdista. Lo cierto es que, a diferencia de lo ocurrido en Colombia o El Salvador, donde los insurgentes pactaron el fin de las hostilidades, Sendero fue derrotado militarmente sin paliativos, sus cabecillas encarcelados, su proyecto político proscrito del sistema. Las columnas que quedan en el Vraem se hacen llamar Sendero Luminoso por el pánico que produce su nombre, pero no son más que guachimanes de narcos. En ningún caso representan una alternativa al Estado, ni pueden movilizar hacia la violencia a habitantes de otras regiones.

Lo otro que debemos recordar es que la guerra se ganó con el Estado de derecho, no con la brutalidad. La sentencia del caso Tarata nos recuerda las centenares de sentencias anteriores que desactivaron a Sendero Luminoso, mucho más eficientes que las torturas y las desapariciones, que solo sirvieron para darle seguidores. La caída de Guzmán se debió al fino trabajo de inteligencia, concebido por la policía precisamente por el fracaso de las palizas y los encierros a la hora de encontrar información útil. La Comisión de la Verdad encargada por la democracia, contra lo que dicen muchos de sus detractores, culpa clara e inequívocamente a la cúpula senderista por haber iniciado la guerra y desatado una violencia indiscriminada. Hoy, en el Vraem, la policía sabe que no debe caer en la provocación y atacar ciegamente a la población civil, porque eso es precisamente lo que desean los terroristas, lo que necesitan para crecer.

La batalla que nos toca hoy ya no es la del frente, sino la de la memoria. Cada vez se publican más libros y se producen películas documentales y de ficción que ayudan a las nuevas generaciones a entender lo que ocurrió. No deberíamos temer que se cuenten los testimonios, todos ellos, porque dan fe del triunfo del Estado de derecho.

Algún día, también será necesario escuchar los testimonios de los senderistas. Los peruanos merecemos una explicación de lo que hicieron y la historia está incompleta sin ellos. Pero el principal obstáculo para eso es la insoportable arrogancia de los voceros de Sendero, que siempre han mostrado el máximo desprecio por el dolor causado y la mayor indiferencia hacia sus víctimas. Si ellos mismos quieren ser reconocidos como víctimas, primero tendrán que mostrar empatía por ellas. Si pretenden ser escuchados sin odio, primero tendrán que hacer lo más sencillo, lo que el Estado Peruano sí ha hecho: pedir perdón.