Una tarde en las luchas, por Alexander Huerta-Mercado
Una tarde en las luchas, por Alexander Huerta-Mercado
Alexander Huerta-Mercado

La arena estaba de bote en bote,
la gente loca de la emoción,
en el ring luchaban
los cuatro rudos 
ídolos de la afición:
El Santo, el Cavernario,
Blue Demon y el Bulldog.

Así comienza la excelente cumbia de los luchadores que evoca el ambiente de la lucha libre mexicana, aquella de los titanes enmascarados que luego poblarían las populares películas donde los héroes se enfrentaban a malvados villanos, monstruos y extraterrestres a puño limpio. 

En Lima, un grupo de guerreros urbanos hace lo imposible para mantener vivo el espíritu de este singular espectáculo del ring donde los luchadores dividen el universo de las cuatro esquinas en un combate entre “técnicos” y “rudos” o, mejor dicho, buenos contra malvados. La Leader Wrestling Association (LWA) organiza cada mes por lo menos un espectáculo de lucha donde convergen gladiadores que encarnan personajes extremos.

Un domingo en la tarde estamos todos concentrados en ver cómo Apocalipsis, el mejor guerrero peruano, se alza en el aire juntando los pies que aterrizarán en el estómago de su otrora discípulo Bad Boy Jr. Minutos después, una pantalla enorme proyecta hacia nosotros las imágenes de dos luchadores que se jactan de ser galanes autotitulados “Black Label” y luego los vemos subir al ring: son Rafael y Zero, que parecen despreciar a sus rivales aun cuando estos sean unos verdaderos campeones (como el gran Caoz, conocido como “lo mejor de lo mejor” y el mítico Kaiser, bien llamado “la máquina del castigo”). 

Asistir a estas tardes llenas de adrenalina me ha enseñado mucho acerca de la construcción de la identidad masculina en nuestra ciudad. Desde una perspectiva de género, aquello que llamamos “hombre” es una construcción cultural o, como lo dice la psicoanalista Nancy Chodorow, es una imposición constante de complacer a la sociedad con una performance “masculina”. 

Así, las sociedades se esfuerzan en generar rituales de cambio de estatus social, deportes extremos, o formas de educación que enfatizan que “los hombres no lloran”, “los hombres mandan” para fabricar ideales de masculinidad. La masculinidad, entonces, aparece como algo inexistente que la sociedad debe crear “arrancando al hombre” del entorno materno y exigiéndole (a veces de manera violenta) ser algo distinto a su madre, a las mujeres, en una lucha que comienza antes de que nazca (cuando se le recibe ya con juguetes y colores para hombrecitos) y que dura toda su vida, convirtiéndolo en un ser presionado por la necesidad de demostrar y demostrarse ser “macho” casi en todo momento. 

La antropóloga Norma Fuller ha señalado que no hay una sino muchas masculinidades en el Perú y que están relacionadas a las demandas de la sociedad en las diferentes etapas de la vida de los hombres. Así, Fuller encuentra que al adolescente el grupo de pares le demandará que muestre su virilidad en sus últimos años de escuela, es decir, su fortaleza y capacidad física en las peleas, las relaciones sexuales y las borracheras. 

Fuller continúa observando cómo cuando el muchacho madura, la sociedad le exige mostrar hombría o, lo que es lo mismo, ser proveedor y protector del hogar para, por último, exigir al varón ser exitoso en el plano público, tener poder y estar bien relacionado. Hay un miedo constante en “dejar de ser hombre” o no comportarse como macho. Como ven, un universo exigente y contradictorio. Los hombres somos actores permanentemente angustiados en una sociedad cuyas reglas están construidas desde una tradición patriarcal que hoy se está quedando sin piso.

Si evaluamos estas características llegaremos a la conclusión que, si bien hay diferencias biológicas entre los varones y las mujeres, es un edificio de invenciones culturales el que determina cómo se debe comportar un hombre. Lejos de armonizar a la sociedad, esto ha hecho que se justifique de manera desastrosa la idea de “demostrar ser macho” a través de la agresividad y la violencia. Esta presión social llega en forma de metáfora en la cumbia de las luchas donde se canta cómo el público reclamaba a sus héroes acciones rudas representadas en llaves y acciones ilícitas: 

¡Métele la Wilson, métele la Nelson,
La quebradora
Y el tirabuzón
Quítale el candado,
Pícale los ojos,
Jálale los pelos, 
Sácalo del ring!

Volviendo al cachascán peruano, al finalizar, siempre que puedo me acerco a conversar con Flavio Morán, quien es director ejecutivo de la LWA y a quien he visto siempre cargando vigas y armando las cuerdas, vendiendo las entradas, corriendo de arriba abajo coordinando con Micky, Mingo y Raúl en la mesa de comentaristas y de control y atendiendo a los luchadores heridos (porque heridas las hay). Flavio está convencido y me dice: “Todos los que estamos aquí amamos la lucha libre y hemos persistido y somos una familia, ponemos nuestro dinero, nuestro esfuerzo, nuestra pasión en esto; los mismos luchadores desarman y arman el ring, colocan las sillas, hacemos de todo”.

En el tiempo que he sido amigo de los luchadores de la LWA, he visto cómo toda esa agresividad queda en el ring y que, como condición no negociable, deben mostrar respeto por su público y disciplina en todo momento. “Lo que se hace en la lona queda en la lona”, sostiene enfático Flavio, quien me dice que los luchadores dejan al personaje de macho alfa en el ring una vez terminada la lucha. 

Me agrada eso de los luchadores. Si bien el espectáculo que ellos presentan recoge los ideales del macho rudo, es extraordinario verlos luego abrazando a sus parejas, cargando a sus hijos (que van con la misma máscara del padre) y mostrándose siempre sonrientes y amigables con todos. Quizá en esa identidad flexible y feliz esté la respuesta.

No hay una única forma de ser hombre y creo que debemos revisar realmente qué significa serlo, compartir nuestras dudas y angustias con nuestro entorno y no buscar dominarlo. 

Creo que ya debemos cambiar de guion social, ese que nos ha convertido en los malos de la película, los violentos, los peligrosos y los prepotentes. Esa será la lucha que nos hará libres.