Las tareas pendientes de nuestra democracia, por I. De Ferrari
Las tareas pendientes de nuestra democracia, por I. De Ferrari
Ignazio De Ferrari

La semana pasada se cumplieron 25 años del autogolpe del 5 de abril que disolvió el Congreso de la República y ordenó la reestructuración del Poder Judicial. En estos días, la gran mayoría de artículos y columnas de opinión comentando el golpe se han enfocado en la actuación de y en los rezagos autoritarios del fujimorismo actual. Sin embargo, los 25 años constituyen también una excelente ocasión para preguntarnos cuánto hemos progresado en la consolidación de nuestra joven democracia, y qué queda por hacer para mejorar su calidad. En definitiva, ¿son más los avances o los retrocesos?

Sin duda hay aspectos positivos. Un nuevo 5 de abril –o para tal caso cualquier forma de golpe de Estado– parece poco probable en las circunstancias actuales. Las élites de nuestro establishment parecen coincidir en que la forma de gobierno actual es mejor que una que limita abiertamente la competencia política. Ejemplos regionales como el chavismo funcionan muy bien como antídoto contra los proyectos autoritarios.

En el frente socioeconómico también ha habido avances. Tenemos un modelo económico que ha producido crecimiento económico casi ininterrumpido desde 1993. La reducción de la pobreza del 54,8% del 2001 al 21,8% del 2015 es un factor fundamental para ponernos en la senda de la consolidación democrática. Estamos ya alrededor del umbral de PBI per cápita del cual los países no retroceden al autoritarismo. En ningún período de nuestra historia han sido las condiciones sociales tan favorables como hoy.

El Perú es hoy una democracia más o menos estable. Sin embargo, los avances socioeconómicos no son aún suficientes para esperar una consolidación democrática en el corto plazo. Seguimos siendo un país enormemente desigual y esa es la gran tarea pendiente de nuestras instituciones económicas. Desde el punto de vista de la democracia, el problema de las desigualdades económicas es que estas están, casi ineludiblemente, correlacionadas con las desigualdades políticas. Seguimos muy lejos de ser una república que pueda garantizar oportunidades mínimas para todos. Y en el caso de algunas comunidades, como la LGBT, la igualdad ante la ley sigue notoria y dolorosamente ausente.

El politólogo argentino Guillermo O’Donnell decía que se puede hablar de una democracia consolidada cuando esta es la única alternativa para las élites y la mayoría de los ciudadanos. Nuestra precaria democracia no ha logrado conquistar aún el corazón de sus ciudadanos. Para casi la mitad de los peruanos, la democracia no es aún la forma preferida de regir el país. Y lo peor es que desde 1995 –a mediados de la década autoritaria– no hemos hecho grandes avances. En ese año el 52% de los peruanos –según el Latinobarómetro– decía que la democracia era la mejor forma de gobierno. En el 2016, ese porcentaje era solo un punto más alto. Esto no sorprende dado que solo el 24% de los peruanos está satisfecho con el funcionamiento de la democracia.

La gran tarea pendiente sigue siendo el frente institucional. Si los ciudadanos no terminan de establecer un vínculo con el régimen democrático es porque, para muchos, su relación con el Estado es una de constante frustración. A eso se suma el espectáculo de la política. Tras el desembarco del fujimorismo, los partidos no lograron recomponerse y la política del personalismo –junto con la informalidad y la improvisación– se ha convertido en el modus operandi de nuestras precarias organizaciones. No hay perspectivas de que esto mejore. En el nivel subnacional, el panorama es aún más crítico. La descentralización puesta en marcha en el 2002 ha estado acompañada, en muchos casos, de un autoritarismo a nivel regional. El caso de ‘La Centralita’ en Áncash es solo el ejemplo más visible.


¿Cómo salimos del entrampamiento? ¿Cómo pasamos de una democracia estable pero de baja calidad, a una consolidada y más robusta? Es difícil imaginar un nuevo salto adelante sin consensos mínimos sobre la desigualdad y sin una agenda de reformas que cambie de una buena vez la naturaleza del Estado. Lamentablemente, esos consensos siguen lejos. Un ejemplo: cuando finalmente teníamos un ministro de Educación que mostraba avances importantes en el sector, la oposición legislativa no tuvo mejor idea que censurarlo. Pues bien, resulta que en el centro del debate sobre la desigualdad, está justamente el acceso a una educación de calidad. ¿Es tan difícil alcanzar esos consensos mínimos?