Martín Vizcarra viajará a la ciudad de Nueva York, en Estados Unidos.  (Foto: GEC)
Martín Vizcarra viajará a la ciudad de Nueva York, en Estados Unidos.  (Foto: GEC)
Juan Paredes Castro

El presidente ha puesto al en el peor dilema que le ha tocado vivir hasta hoy.

No podrá aprobar un sino por la vía estrictamente constitucional. Y esta pasa, en su único y máximo esfuerzo posible, por una concertación abierta, democrática y de mutuas concesiones con el Ejecutivo.

Si esta concertación no se da en tales términos, no habrá nada que hacer desde el lado del Congreso.

El Ejecutivo tiene un dilema mayor y más peligroso: confiado como está en aplicar una cuestión de confianza que obligue al Congreso a aprobar el adelanto de elecciones, no solo tropezaría, en los hechos, con la inconstitucionalidad de ese recurso, sino con la grave configuración golpista de sus consecuencias.

Así las cosas, no queda sino esperar el desenlace del juego temerario de Vizcarra de pretender resolver el entrampamiento entre el Ejecutivo y el Congreso no por la vía del diálogo y el acuerdo, siempre difícil, por supuesto, sino por la vía unilateral de la imposición anticonstitucional del primero sobre el segundo.

Hoy en día cualquier alternativa de diálogo y concertación, como la que promueve el congresista Luis Iberico de APP por un adelanto de elecciones en el estricto marco constitucional y obviando un referéndum que podría prestarse a manipulaciones populistas y autoritarias, choca con la irreversible premisa presidencial de cerrar el Congreso.

Este sería, al mayor costo anticonstitucional, el paso previo a un adelanto de elecciones con un referéndum capaz de empaquetar lo que el pueblo quiera, que no es otra cosa que lo que Vizcarra quiera y lo que “técnicamente” y no constitucionalmente tengan que acatar el Reniec, la ONPE y el JNE.

Las reformas políticas aprobadas a la carrera por el Congreso y que terminaron como terminaron en referéndum, más para evaporarse que para perdurar en el tiempo, nacieron precisamente de la imposición del presidente. No hubo diálogo ni concertación realmente válidos entre quienes, se supone, conocen y entienden más que él sobre lo que hay que cambiar y mejorar en nuestros mecanismos de elección y representación democráticos.

No parece nacer ni crecer en Vizcarra el político demócrata, capaz de escuchar y tolerar opiniones plurales; capaz de enfrentar y superar desacuerdos; capaz, por último, de sacar la piedra más grande del camino cuando se trata del país.

Oscuridad de su casa: el Gobierno. Luz de la calle: aquella que busca alumbrar sus pasos con la sola linterna de las encuestas.

Si de veras Vizcarra encuentra imposible seguir gobernando con una mayoría parlamentaria fujimorista, debería ser coherente consigo mismo, comenzando por renunciar o por la negada posibilidad de persuadir a Mercedes Araoz que lo haga también, para finalmente dejar el poder en manos del presidente del Congreso, Pedro Olaechea, quien, a su vez, convocaría elecciones adelantadas.

¿Por qué el mandatario querría usar un atajo tan absurdo como el de imponer, incluso con plazos, una reforma constitucional que está en las enteras manos del Congreso aprobarla o desaprobarla? Con el riesgo grave, además, de que si el Congreso no la aprueba, este no solo podría ser disuelto sino convertido –por arte de birlibirloque de juristas ad hoc– en la llave maestra de un golpe de Estado.

Si aspira a ejercitarse en algo de democracia para el tiempo que le queda y para el caso de que a futuro quisiera seguir en la política, Vizcarra no debería tenerle miedo a los diálogos y acuerdos políticos. Lo sacarían de su monólogo populista, lo obligarían a convivir civilizadamente en un Estado de derecho y le enseñarían a respetar a quienes piensan diferente.

Si contra viento y marea llegara a consumarse un anticonstitucional cierre del Congreso, seguido de un anticonstitucional adelanto de elecciones, Vizcarra no solo habrá demostrado su incapacidad de gobernar con oposición (parte de toda vida democrática), sino la insania de arrastrar al país a un nuevo vuelco al autoritarismo, despojándolo, además, de su sentido de futuro.