Temores pasajeros, por Renato Cisneros
Temores pasajeros, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

Teníamos todo listo para ir a Granada, solo nos faltaban los pasajes. Frente a la computadora, le pregunté a Natalia si prefería tren o autobús, pero ella planteó otra alternativa. “¿Y si vamos en Blablacar?”, dijo, refiriéndose a la plataforma francesa que conecta a conductores con asientos disponibles en su auto con pasajeros que quieren llegar al mismo destino.

Se trata de un sistema muy bien organizado que funciona en Europa desde el 2009, aunque en España se popularizó un año después, en plena crisis económica. La idea es compartir el vehículo además de los gastos del viaje y, como añadidura, evitar la innecesaria emisión de gases de efecto invernadero. A menor número de autos en la carretera, se entiende, menor polución.

Pero por muy barato y ecologista que sonara, la propuesta de Natalia me crispó el pellejo. “¡Ni de vainas!”, le dije automáticamente. “¡Es muy seguro! Todas mis amigas lo han probado”, alegó ella, con esa tenaz fe en la buena voluntad del prójimo que a mí me resulta lamentablemente ajena. “¡También el Waze nos parecía muy seguro y ya viste lo que nos pasó!”, contraataqué, y pasé a recordarle ese infausto día en que, por culpa de la mentada aplicación, nuestro taxi fue a parar a los barrancones del Callao, exactamente al cruce de Castilla y Loreto, donde unos hombres obesos y descamisados, con el cuerpo lleno de chuzos y tatuajes, nos miraban al otro lado del vidrio con una voracidad que hizo que el taxista, al borde del llanto, pisara el acelerador como nunca antes en su vida.

“¿Por qué siempre eres tan fatalista?”, rezongó Natalia, “no va a pasarnos nada”. Sin argumentos para rebatir tanto optimismo, accedí a meternos a la página del dichoso Blablacar y buscar un conductor para la ida y otro para la vuelta, descartando a aquellos que, según yo, tenían un evidente aspecto de descuartizadores.

Desconfiado, me tomé la mañana siguiente para buscar en Internet datos adicionales del servicio y, para mi mala suerte, encontré persuasivos testimonios de pasajeros que habían padecido a toda clase de locos al volante, desde pedorros incontinentes hasta neonazis acusados de desfiguración, pasando por sordomudos sexópatas y maniáticos soñolientos.

Como ya habíamos pagado el viaje por adelantado, no hubo manera de cancelarlo, así que el día que nos recogió el primer conductor para llevarnos a Granada, una vez a bordo, no pude despegar los ojos de su espejo retrovisor durante al menos una hora, vigilando el menor de sus gestos para anticiparme a cualquier maniobra que pudiera poner en riesgo nuestra integridad. No me pareció improbable que los otros dos pasajeros que nos acompañaban se hubiesen coludido de antemano con él para perjudicarnos. Con Natalia dormida sobre mi hombro, me obligué a redoblar la atención y puse a mi alcance la manopla de acero que había escondido en la mochila y que, en caso extremo, pensaba utilizar.

Sin embargo, con el paso de los minutos, gracias al rock ochentero que botaban los parlantes, a la naturalidad con que alguien inició una conversación, al interés que mostraron todos hacia el Perú, me fui relajando hasta sentirme verdaderamente a gusto. La carretera, potencial escenario de nuestro asesinato minutos antes, ahora se presentaba como el telón de fondo de una road movie sobre la amistad sin fronteras.

Dos días después, antes de regresar a Madrid, al momento del encuentro con el otro conductor, reactivé las alarmas y sensores, pero mis traumas fueron disueltos con igual rapidez por parte de nuestro nuevo anfitrión. Por segunda vez, la empatía y la cordialidad se impusieron al prejuicio y la suspicacia. A veces es así: los otros resultan ser los normales. Uno, el extraño.

Esta columna fue publicada el 8 de octubre del 2016 en la revista Somos.