El templo de los perversos, por Renato Cisneros
El templo de los perversos, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

1. Los Museos de la Tortura, encargados de conservar esos pavorosos armatostes usados sobre todo en la época medieval para ajusticiar a herejes, infieles e impuros, están regados por el mundo. Pueden encontrarse en ciudades tan diversas como Ámsterdam, Praga, San Gimignano, San Francisco, México, Londres y próximamente en El Cairo, donde está por inaugurarse el primer museo de esta especialidad en Oriente Próximo, y que promete exhibir los aparejos empleados por los sanguinarios verdugos de esa región.

También el Museo de la Inquisición de Lima, ubicado en la avenida Abancay, destaca dentro de esta categoría –con ambientes como la Sala del Cepo y la Cámara de los Tormentos, donde se recrean antiguos martirios–, aunque desde hace algunos años el edificio vecino, el inefable Congreso, parece sintetizar mejor el significado moderno que la palabra ‘tortura’ tiene para los peruanos.

2. Hace unos días, de paseo por la cantábrica Santillana del Mar (conocida en España como ‘la tres veces mentirosa’, porque no es ni santa, ni llana, ni tiene mar), encontré uno de los museos del rubro más completos y reconocidos. Lo primero que noté es que, aunque el recinto está abierto al público en general, no todos soportan su espectáculo macabro y lo desalojan antes de tiempo. Lo que intimida a ciertos visitantes no es tanto lo que ven como lo que imaginan: los gritos de dolor de los sometidos, la expresión sañuda de los victimarios, los cuerpos reducidos sin compasión. Los más susceptibles se quedaban espantados nada más ver los primeros objetos de la muestra: la aburrida guillotina, la anodina escalera de estiramiento, las típicas máscaras infamantes o el maniquí de un ejecutor a punto de decapitar con su hacha al maniquí de un condenado. Los más sádicos, en cambio, se solazaban admirando las maquinarias más complejas, como las jaulas colgantes, donde el convicto moribundo era encerrado hasta descomponerse; la eueda para romper articulaciones; el suplicio del agua; el quebranta rodillas; el aplastapulgares; o esas piezas bucales de hierro con afiladas hojas que mutilaban la lengua a medida que el prisionero iba relajando los músculos de la mandíbula por el cansancio. Macabros dispositivos que serían la envidia del mismísimo villano de Saw: El juego del miedo.

3. Otros instrumentos, se me ocurrió al verlos, podrían resucitarse en nuestro país para escarmentar, al menos psicológicamente, a los funcionarios públicos que violan la ley o que simplemente no hacen su trabajo, y que son tratados con mano blanda por el sistema judicial. Por ejemplo, los collares para vagos: unos pesos inhumanos que van torciendo el cogote con el paso de las horas; las arañas de la bruja: cuatro puntas unidas en forma de tenaza que sirven para levantar de las nalgas al infractor; la cuna de Judas: una pirámide puntiaguda sobre la cual se alza a la víctima para después dejarla caer violentamente varias veces de manera que la punta erosione la zona genital; los muy persuasivos desgarrador de senos, péndulo rectal y el infalible potro arrancatestículos, cuyos ilustrativos nombres no requieren mayor descripción.

4. Aquel día me llamó especialmente la atención un joven turista que, no contento con observar de cerca la amplia colección de trampas y macanas, esperaba la menor distracción del vigilante para posar sus manos morbosas sobre ese conjunto de cadenas, púas, engranajes, rendijas, poleas y palancas cortantes. En un momento, luego de cebarse acariciando las estructuras, el enfermizo muchacho se retiró a una esquina para tomar notas afiebradas, como si más tarde, en su casa o quien sabe dónde, fuera a escribir una columna para una revista donde quizá alentaría a los lectores a visitar ese singular museo del sufrimiento, clavado en mitad de la hermosa ciudad cantábrica de Santillana del Mar.

Esta columna fue publicada el 9 de julio del 2016 en la revista Somos.