"Así como puede haber elecciones fraudulentas, también hay marchas de protesta fraudulentas, donde a falta de un apoyo masivo se recurre a la violencia". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Así como puede haber elecciones fraudulentas, también hay marchas de protesta fraudulentas, donde a falta de un apoyo masivo se recurre a la violencia". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alfredo Torres

Esta semana se publicaron encuestas que favorecen ampliamente el adelanto de las elecciones propuesto por el gobierno. Paralelamente, las protestas en Arequipa han llevado a la suspensión de un importante proyecto minero. En ese contexto, se ha reabierto el debate sobre el tipo de democracia que tenemos en el Perú. Para algunos, el presidente está jugando a la democracia plebiscitaria cuando sostiene: “¿Por qué le tienen miedo al pueblo?”. Para otros, las protestas en Arequipa debían ser atendidas porque “el pueblo” está en contra del proyecto. Entre tanto, muchos congresistas reclaman que ellos son los auténticos representantes del “pueblo”. La verdad es que los tres argumentos tienen distintas dosis de verdad y falacia.

La esencia de la democracia es el voto libre y universal. Sin embargo, dada la complejidad de una serie de temas, la democracia contemporánea es una democracia representativa. Pero este carácter representativo no implica que las autoridades electas pueden aislarse del pueblo, como si estuviésemos en la “república aristocrática” de hace un siglo, porque pierden legitimidad social. En los últimos tres años, por ejemplo, la ciudadanía ha estado reclamando que el Ejecutivo haga una buena gestión y que el Congreso coopere con el Ejecutivo. Al percibir que no ha ocurrido ni lo uno ni lo otro, ahora muchos peruanos quieren “que se vayan todos”.

Las encuestas son una fuente de información del sentir de la ciudadanía. Las actitudes de la población son normalmente más emocionales que racionales y, sin duda, la mayoría carece de un conocimiento profundo de los hechos y sus implicancias; pero entre elección y elección las encuestas son una buena aproximación al sentir popular. Por eso es poco democrático despreciarlas o pretender que no se publiquen, pero también sería irresponsable acatarlas a pie juntillas, con un criterio populista.

Cuando ocurre un gran hecho político, la prensa acude a las encuestas para saber qué piensa la gente. La tarea de periodistas y encuestadores es averiguarlo, estemos o no de acuerdo. Así ocurrió en abril de 1992, con el autogolpe de Fujimori. La encuesta que me tocó hacer registraba que 80% estuvo de acuerdo, a pesar de lo cual me pronuncié públicamente en contra. Del mismo modo, el adelanto de elecciones propuesto por Vizcarra tiene el apoyo del 75%, según la encuesta de El Comercio-Ipsos. En mi opinión, ese adelanto es lamentable porque llevará a un proceso electoral cargado de improvisación, pero entiendo que, dado ese apoyo popular, ya es muy difícil mantener el calendario original y es probablemente la salida menos mala a la crisis política.

Las protestas en las calles son también una expresión democrática. Solo en las dictaduras están prohibidas. Pero, a diferencia de las encuestas, no son necesariamente representativas del conjunto de la población. En las marchas en Arequipa, por ejemplo, se estima que participaron siete mil personas. En la región Arequipa, hay más de un millón de electores. Es decir, marchó menos del 1% de la población adulta arequipeña. Como referencia, en las marchas que llevaron a la renuncia del gobernador de Puerto Rico hace dos semanas participaron medio millón de personas, el 20% de la población adulta de toda la isla.

Así como puede haber elecciones fraudulentas, también hay marchas de protesta fraudulentas, donde a falta de un apoyo masivo se recurre a la violencia para que estas no pasen desapercibidas. Estas son los llamados “paros indefinidos”, que se sostienen mediante bloqueos de carreteras o marchas con palos y piedras, donde se atenta contra la propiedad pública y privada y se aterroriza a la población.

No es fácil enfrentar una protesta violenta. Se requiere mucha labor de inteligencia policial para identificar y denunciar a los vándalos. Sin embargo, para restablecer el orden o abrir una vía bloqueada es necesario y legítimo usar la fuerza pública y eso puede ocasionar víctimas mortales. Eso es lo que buscan los agitadores de extrema izquierda, que aspiran a capitalizar las protestas para “agudizar las contradicciones”. Pero abdicar frente al chantaje es mucho peor. Genera un precedente funesto en donde la acción de una minoría extremista consigue sus objetivos mediante la violencia.

El célebre politólogo Robert Dahl decía que en el mundo moderno la democracia tiende a ser una poliarquía, o gobierno de muchos, donde los ciudadanos pueden participar de diversas maneras en la agenda pública. El concepto parte de la observación de que en las democracias existen, además de los partidos, otros actores como múltiples asociaciones, prensa libre y opinión pública. Por eso, la necesidad del diálogo y de saber escuchar. Pero una cosa es buscar solucionar los conflictos mediante el diálogo y otra ceder ante la turba. Cuando ello ocurre, se corre el riesgo de pasar de la poliarquía a la anarquía, y no hay progreso posible sin respeto a la ley y a la autoridad.

*El autor es presidente ejecutivo de Ipsos Perú