(Fotos: Captura / Archivo El Comercio)
(Fotos: Captura / Archivo El Comercio)
Andrés Calderón

Narra el sociólogo y experto en temas deportivos Aldo Panfichi que el apodo de ‘gallina’ a losjugadores del club de fútbol Universitario de Deportes surge a raíz de una caricatura que publica el semanario “Sportgráfico” en 1931, en la que se indica que el “gallo se convirtió en gallina”, a modo de burla por el clásico al que no se presentó la ‘U’ y perdió contra Alianza Lima por walkover. 

Me sorprendió la denuncia que presentó la semana pasada la administración de la ‘U’ contra el arquero Leao Butrón por usar un polo en la celebración del título que Alianza Lima consiguió hace unas semanas que incluía una chanza contra el clásico rival (la figura de una gallina dentro de un círculo de prohibición y el enunciado: “Ahora dilo sin llorar #SeVieneElQuino”, en irónica alusión a la frase con la que los hinchas de la ‘U’ nos molestaban a los de Alianza por los años que teníamos sin campeonar).  

No tengo nada en contra de la autorregulación que busca erradicar la violencia de los campos de fútbol, pero el mensaje de Butrón (por el cual pidió disculpas, además) no me parecía ni violento ni racista (otro gran problema en los estadios) ni discriminador, solo burlón. Tanto o menos que el #SeVieneElQuino. Lo cual me llevó a preguntarme si la mofa también debería prohibirse en los estadios. ¿Hacer referencia a un animal –sin ninguna caracterización física a las personas a las que se dirige la alusión– es siempre ofensivo? Y, para tal caso, ¿quién define qué es ‘ofensivo’?  

Disculparán, amables lectores, que introduzca algunas nociones jurídicas aquí motivadas por mi interés en la intersección entre el derecho y la expresión, pero esa pregunta se la vienen haciendo los tribunales de todo el mundo por décadas sin poder dar una respuesta definitiva. La Corte Suprema de Estados Unidos (la más prolija en el tema de libertad de expresión) ha usado cánones como el del “lector razonable”, “hombres de inteligencia común” y “espectador razonable”, para determinar si una expresión puede considerarse ofensiva o difamatoria.  

Por supuesto que se podría bajar la valla y prohibir, por ejemplo, toda expresión que le resulte ofensiva a una sola persona (el supuesto agraviado, por ejemplo), pero es fácil advertir que con ese parámetro cualquier discurso terminaría censurado.  

Ni siquiera el estándar de “la mayoría” es uno apropiado. Existen palabras, frases, opiniones, que disgustan a la mayoría y su valor precisamente está en ir a contracorriente. Bajo ese umbral, nos condenaríamos a la dictadura de la mayoría presente y a no evolucionar en nuestro pensamiento, que jamás sería puesto a prueba por un discurso opositor.  

Dicho de otro modo, ¿por qué nuestras ingeniosas manos y sarcásticas bocas tienen que someterse a los tremendistas ojos e hipersensibles oídos de otros?  

Todo esto vino a cuenta también de otro episodio en la semana, que igualmente incluyó una alusión a un animal y una denuncia en represalia. Ante la Comisión de la Mujer la congresista Yeni Vilcatoma denunció por acoso político a varios congresistas y periodistas que la criticaron por sus actitudes recientes (pedir la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski y la citación a la primera dama Nancy Lange a la comisión Lava Jato) y la calificaron como “operadora del fujimorismo” y “topo del fujimorismo”.  

Quizá a la congresista y a sus defensores no les guste la caracterización de “topo” –como al administrador de la ‘U’ tal vez no le guste el apodo de ‘gallina’–, pero interpretar que hay ahí una alusión física o misógina no parece provenir de una fuente razonable o de inteligencia común.