(Ilustración: Víctor Sanjinéz)
(Ilustración: Víctor Sanjinéz)
Alexander Huerta-Mercado

Nos derretíamos de calor y las butacas eran incomodísimas. Sin embargo, estábamos emocionados. Luego de algunos ensayos frente a nosotros, se prendían unas luces potentísimas. Ya el calor era imposible, pero no nos importaba. Se evidenciaba un espacio lleno de anuncios de pinturas, comino, revistas, camas plegables, colchones. El increíble animador Augusto Ferrando gritaba extendiendo el brazo: “¡Trampolín a la fama!”, y nosotros gritábamos levantando los brazos hacia los reflectores: “¡Siempre contigo!”. Convocando una lealtad incondicional, Ferrando gritaba luego: “¡Vámonos con ...!” y todos gritábamos: “¡Faucett!”, convirtiendo la publicidad en una suerte de salmo responsorial. Seguidamente, don Augusto remataba con: “¡La línea aérea del Perú!”, cuando todavía el Perú tenía grandes líneas aéreas. Puede que “Trampolín a la fama” tenga un récord mundial, ya que duró 30 años en la televisión. Si bien muchos programa en el mundo han superado esta marca, “Trampolín” lo hizo sin variar su elenco. Sin modernizar su escenografía, que era una suerte de Times Square criollo lleno de una publicidad que consistía en hermosos universos de neón que formaban letras y un mosaico de nombres comerciales.

Yo era un estudiante de antropología bastante inocente que había decidido analizar los estereotipos que se manejaban dentro del programa. Para ello, pensaba usar el método antropológico de “estar ahí” y ver las cosas desde el punto de vista del actor social. Pensé que sería fácil: ir, ver, regresar y escribir. La cola para entrar al programa era tan larga que, fácilmente, podía haber estado desde la noche anterior. Me tocó dormir varias noches en la calle Mariano Carranza; hacerme amigo de personas que –por vocación– eran asiduas participantes; ser secretario de un improvisado sindicato de asistentes a los que no se les permitía entrar al programa; y, sobre todo, hacerme amigo de las señoras que, mientras esperaban para entrar al local, tejían chompas para bebe, cocinaban o vendían golosinas como una forma de convertir ese espacio en un negocio.

La cola era poblada, caótica y difícil de definir. Se dividía en dos filas: hombres y mujeres. En la noche, las mujeres se establecían de manera más ordenada, y tomaban la acera y las paredes. Los hombres, mientras tanto, merodeaban con la vergüenza de admitir que querían hacer cola para entrar en un programa como participantes. Conforme se acercaba la hora azul del amanecer, aparecían los sistemas informales que los mismos asistentes habían establecido. Se repartían tickets con números escritos a lapicero (idea de algunos curtidos asistentes). Más tarde, un asistente traía un sello y nos marcaba el antebrazo para indicar que estábamos en cola. Con el paso de las horas, los encargados de seguridad del canal nos cogían el brazo y, esta vez con plumón, nos marcaban un número. Al momento de entrar tenía, en mi mano, un ticket; y en mi brazo, un sello y un número. Además de mucha tensión. Como muchas cosas en el Perú de los años 90, se notaba una alianza entre los concurrentes y los guardianes del canal: una suerte de alianza de informalidad con formalidad. No obstante, cada uno de nosotros podía permitir que algún amigo, pariente o quien sea que llevara desayuno, entrara subrepticiamente en la fila (“colarse”, como dicen). Y, cuando esto ocurría, la cola se engrosaba cerca de la puerta. Nos empujábamos. Incluso rodábamos por el suelo. Muchos conseguían entrar sin haber esperado durante horas. La opción usual era avisar al policía, cuya solución consistía en golpear a todos en la fila con su bastón. Esto nos obligaba –a fuerza y dolor– a apiñarnos en la cola o abandonar cualquier intención de infiltrarnos en ella, generando una situación de orden ‘a la fuerza’ que todos reclamábamos.

A partir de entonces, he tenido esa sensación al recordar cómo esa bendita cola nos hablaba de una sociedad en la que la incertidumbre es fuerte y la informalidad, estructural. Y en donde, además, todos nos sentimos potencialmente víctimas y victimarios de esa capacidad de ‘hacer trampa’ y de no poder entrar al canal por la injusticia de otro. Es por eso que solicitamos un poder policial –con bastón, verticalidad y jerarquía– para... restaurar el orden. Ese “orden” que deseamos y que preferimos a la “democracia”, como una radiografía de nuestra conducta electoral.

Una vez dentro del programa, recuerdo nítidamente a esa comunidad de asistentes que parecía estar en un universo lúdico. Me acuerdo que un día, agotado en pleno programa, vi cómo un conjunto de actrices disfrazadas de monjas entraban en escena para poner velitas misioneras en un atril, para luego, cuando la música cambiaba a rock, ver sus hábitos volar y revelar a un grupo de vedettes nacionales en tanga. Acto seguido llegaba un extraordinario imitador y cómico disfrazado de sacerdote y, con una guía telefónica forrada en papel lustre negro que hacía las veces de biblia, botaba del escenario a las bailarinas. Era un mundo al revés. El gracioso prelado quedaba ante nosotros haciendo un sermón en broma sobre la mañosería que campeaba en la ciudad. En su alocución, el sacerdote nos preguntaba por el nombre de una calle cerca de la plaza que era un verdadero barrio rojo de aquellos años. Ante su duda decidí lucirme frente a todos y demostrar mi sapiencia sobre la cultura urbana de Lima. Grité: “¡Caylloma!”. Y sentí inmediatamente el violento impacto de una guía telefónica en mi cabeza, mientras el actor gritaba a todos: “¡Conque lo sabías...siempre cae algún mañoso en este truco!”. A pesar de mi vergüenza, todos se rieron. Vi, entonces, que todos querían participar en los chistes, como en los juegos y cantos, y que, dentro de esas cuatro paredes, había un espacio que no aceptaba la palabra ‘humillación’ sino ‘juego’.

Resulta difícil describir hoy en día “Trampolín a la fama”. Tal vez haya sido lo más cercano al carnaval medieval que tuvimos en la televisión. Todo era proclive de burla, todo se improvisaba y todo podía ocurrir. A su vez, se constituyó en una universidad televisada en la que los migrantes que llegaron justo con su nacimiento aprendieron las características del comportamiento criollo. Ese que se caracterizaba por el uso de la palabra convincente, la trampa soterrada y la agilidad del pensamiento, rematada con la informalidad. Fue una escuela que formó parte del desborde popular narrado por José Matos Mar, pero que no pudo adaptarse al surgimiento de la nueva clase media emprendedora descrita por Rolando Arellano.

En una de sus últimas emisiones, una señora se plantó en el escenario y dijo claramente: “Augusto, no he venido para que me des un premio, quiero un financiamiento para iniciar mi empresa”. Ferrando buscó adaptarse. Por ejemplo, de las cocinas a kerosene Surge, pasó a publicitar las cocinas a gas de Coldex. Como siempre, él creaba la publicidad: “Cocina Coldex, te dura hasta que te la roban”.
Creo que “Trampolín a la fama” retrató muy bien al Perú. Allí, el poder era patrimonio de un animador que lo manejaba de manera vertical, paternalista y establecía el orden indiscutible. Ese mismo orden indiscutible que la policía establecía en la informal cola, donde la incertidumbre campeaba y donde todos éramos unos potenciales informales dispuestos a hacer trampa en un ambiente donde la trampa era la norma. “Trampolín a la fama” era la búsqueda de un Estado policial, gamonal, todopoderoso, que sacrificaba la democracia por una estructura ordenada impuesta desde arriba.

La metáfora no acaba ahí. “Trampolín” anticipó que el consumo generaría la base de las múltiples comunidades que se formarían en el Perú de este siglo, y sería, como se dice en la antropología religiosa, una suerte de “mito del eterno retorno”. O, como Ferrando lo ponía: “Un comercial... y regreso”.