(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Luis Millones

No parece haber mucho entusiasmo por el bicentenario de la República, y no son pocos mis colegas a los que les cuesta trabajo recordar con agrado que “el Perú es libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”. Esta proclamación, como sabemos, no fue sostenida por peruanos, sino por extranjeros; primero por tropas chilenas y argentinas, y más tarde por las que llegaron de lo que hoy son Venezuela y Colombia. Al parecer, es cierto que los criollos peruanos de hace 200 años mostraban poco apego a abandonar su condición monárquica. Algo que quizá era evidente para Manuel Belgrano que, con el beneplácito del propio general don José de San Martín, estuvo tratando de convencer a los congresistas de Tucumán de que no era mala idea coronar a uno de los descendientes de los incas en 1816.

Por otro lado, algunos historiadores prefieren celebrar la gesta de José Gabriel Condorcanqui, , cuya rebelión contra el dominio colonial, en 1780, fue convertida en el eje de la historia nacional durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado, que nos hizo ver la imagen del héroe en todos los lugares posibles.

Sin ánimo de apoyar alguna de estas propuestas celebratorias, viajé a para visitar a mis viejos amigos. Algunos de ellos, recuerdo, me habían recibido con cariño en la lejana fecha de 1960, cuando viajé por primera vez a la capital de los incas. Esta vez estuve guiado por David ‘Ronco’ Ugarte, que con infinita cortesía me llevó a los lugares que quería fotografiar. Entre varios sitios, estuve en la iglesia de Tinta, cuyos cuadros me servirán para una próxima investigación.

No iba en pos de Túpac Amaru, cuya estatua estaba rodeada de escolares. Esta vez me interesaban los cuadros del sacrificio de los apóstoles. En una visita anterior, hace tres años, averigüé que el templo consagrado a la Virgen de las Nieves era el lugar apropiado para obtener buenas imágenes, pero no me dio tiempo de tomarlas. No era la primera vez que visitaba a la Virgen de las Nieves. Lo hice varias veces en Ayacucho, en su iglesia de Coracora, en la capital de Parinacochas. Allí la llamaban ‘Mamacha de las Nieves’, cuyo remoto origen, en cuanto obra de arte, supongo que debe estar en Roma. La imagen en bulto fue traída desde España y tenía como destino final Cusco; sin embargo, una fuerte nevada detuvo a los que la llevaban justo en Coracora. El suceso se interpretó entonces como una muestra de la voluntad divina, por lo que la virgen permaneció en el lugar del milagro.

Un episodio parecido dotó a Tinta de su imagen milagrosa. Como en Ayacucho, la figura viajaba en 1535 con destino a Cusco, pero las mulas que cargaban la estatua empezaron a desfallecer, como si súbitamente el peso de la efigie se hubiese multiplicado al pasar por la localidad. Al igual que en el caso anterior, y tal como se repite con varias otras imágenes cristianas, se concluyó que la virgen quería bendecir con su presencia al pueblo que había elegido.

Volviendo al viaje, ingresamos a la iglesia luego de conseguir los permisos gestionados por Ugarte, al que, en Cusco, lo conocen hasta las piedras. Una vez dentro, me sorprendió la presencia de un cuadro que no había visto nunca. Es la réplica de un original que desapareció y que lleva la firma de ‘A. Huila H’. Fue pintado en 1979. La imagen central es el propio pueblo de Tinta, uno de los ocho distritos de la provincia de Canchis, representado idealmente como un conjunto de casas iguales que forman un tablero de ajedrez y con unas calles bien marcadas, lo que le da un aspecto total de un gran rectángulo. Al lado izquierdo, en las afueras de lo que llamaríamos el área urbana, se aprecia la ejecución de un grupo de prisioneros por parte de soldados de la Corona española. Un sacerdote –visible por su sotana y su tonsura– acompaña a los ajusticiados para ofrecer, sin duda, el auxilio espiritual antes de la ejecución.

La escena corresponde al final de la revuelta de Túpac Amaru –que podríamos fechar entre el 7 y el 8 de abril de 1781–, cuando el líder indígena ya había sido derrotado y ya se hallaban presos su esposa, Micaela Bastidas, y los hijos de ambos: Hipólito y Fernando. La insurrección había durado menos de un año si tomamos en cuenta que el corregidor de Tinta, don Antonio de Arriaga, había sido ahorcado el 10 de noviembre de 1780. Los episodios de esta rebelión son harto conocidos, especialmente la trágica suerte de Condorcanqui y de su desventurada familia. El cuadro en cuestión tiene escrito un texto, en forma de recuadro, ubicado en la parte inferior, que detalla un milagro concedido por la “Dolorosa”, nombre con el que también se conoce a la Virgen de las Nieves en Tinta.

Quienes caen bajo el fuego de los fusiles en el cuadro, explica el texto (escrito posiblemente por el autor de la pintura), son los “75 aliados del cacique José Gabriel Túpac Amaru”. Estos ‘aliados’ quizá sean en realidad los prisioneros que fueron capturados al mismo tiempo que Condorcanqui, en los alrededores de Tinta, y remitidos a esta ciudad para ser castigados. Pero las balas no mataron a todos. La “piedad de María Santísima” obró el milagro de “resucitar” a Josep Yllatinta, herido por un proyectil en la cabeza, que logró levantarse cuando la escuadra de fusileros ya se había retirado. Misteriosamente, el hombre atravesó el campamento sin que los soldados, los centinelas que controlaban el ingreso a Tinta, ni los vecinos de la ciudad lograran verlo. Finalmente, se refugió en la capilla y consiguió escapar de quienes lo creían muerto.

Don Josep Yllatinta vivió 12 años más llevando en su cráneo agujereado el testimonio del milagro que le permitió levantarse de entre sus compañeros, que habían muerto luchando contra las injusticias del sistema colonial.

La pintura no nos proporciona detalles del milagro de la virgen, salvo que él o sus familiares decidieron enterrarlo junto a los que murieron defendiendo la causa de Condorcanqui.