" Nos ha costado tanto asumir nuestro dolor que somos incapaces de ponernos de acuerdo en cómo nombrar lo ocurrido (¿conflicto armado interno? ¿Guerra contra el terrorismo?)" (Ilustración: Giovanni Tazza).
" Nos ha costado tanto asumir nuestro dolor que somos incapaces de ponernos de acuerdo en cómo nombrar lo ocurrido (¿conflicto armado interno? ¿Guerra contra el terrorismo?)" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Patricia del Río

Ha muerto Abimael Guzmán Reinoso, el ‘presidente Gonzalo’ para sus seguidores. El hombre que más daño le ha hecho a los peruanos. El genocida que arrasó con pueblos enteros, que alentó a que se mataran niños, se decapitaran hombres, se violaran a mujeres en su nombre. El desgraciado al que no le bastó con emprender una guerra contra su país, sino que exigió que esta fuera espeluznante, para provocar una respuesta irracional del Estado. Porque ahí por donde pasó Sendero, el cadáver de quien había muerto a machetazos se vejaba, se desmembraba frente a sus familiares para que el terror se les metiera por los poros y se les quedara tatuado en esos ojos tantas veces oscuros, tantas veces tristes.

“Yuyanapaq, para recordar” la muestra gráfica que acompañó el Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que aún se exhibe en el sexto piso del Ministerio de Cultura, conserva las instantáneas de ese infierno que vivimos durante más de una década. Tratando de hacerle frente al olvido y a la banalización de la que ha sido objeto el tema de la violencia terrorista, está aquella foto de unos niños parados al lado de un altar improvisado, hecho de carpetas, en el que velan el cuerpo de su compañero Luis Sulca Mendoza, alumno del colegio secundario General Córdova de Vilcashuamán, Ayacucho. A Luis lo mató Sendero Luminoso el 26 de octubre de 1986, tras acusarlo de traición. La edad de los adolescentes es difícil de determinar, pero deben tener entre 13 y 15 años. El ángulo de la toma, hecha por el fotógrafo del diario “La República” Jorge Ochoa, no se centra en el muerto, del que solo alcanzamos a ver la suela de sus zapatos, llenos de tierra, sus manos con los dedos recogidos y un trapo de tela blanca que le cubre el rostro. El foco está en las velas, aún prendidas, derretidas, blanquísimas, que alumbran el dolor de los que escoltan el cuerpo. Son seis: tres chicos a la izquierda, tres chicas a la derecha. Están de pie. Están vestidos de plomo, con su uniforme único. Todos llevan la mano en el corazón, como cuando cantan el himno nacional. En los rostros de los muchachos se adivina el pesar, pero en el de la alumna que encabeza la fila de las mujeres habita el espanto. Las medias blancas, las zapatillas sucias, la boca entreabierta y la mirada perdida, sin norte. Esa es la mirada de un país cuyo futuro yace derrotado en una carpeta de colegio.

Y tal vez lo que no entendemos cuando, 35 años después, volvemos a la foto tomada por Ochoa, es que esos chicos no son solo esos chicos. Luis Sulca no es solo Luis Sulca. El colegio secundario General Córdova no es solo ese colegio secundario. Estamos frente al fotocheck de un país que Abimael Guzmán se encargaba de dinamitar a diario. Ese es el retrato de una sociedad tomada por la insania. Es el testimonio de aquello que nos pasó.

Nos ha costado tanto pararnos con valentía frente al horror de lo que vivimos que miles de jóvenes no saben dónde queda Vilcashuamán y recién le han conocido el rostro al genocida en estas últimas horas que salió en todos los medios. Nos ha costado tanto asumir nuestro dolor que somos incapaces de ponernos de acuerdo en cómo nombrar lo ocurrido (¿conflicto armado interno? ¿Guerra contra el terrorismo?). Nos hemos insultado tanto en nombre de la verdad que ni siquiera nos atrevemos a ponerle una cifra a los que perdieron la vida (¿treinta mil, cincuenta mil, setenta mil?).

El cuerpo de Luis Sulca yace en las carpetas de un colegio en Vilcashuamán, Ayacucho, hace 35 años y aún no nos atrevemos a mirarlo de frente. Estamos en deuda.