"Rompamos el ciclo de la guerra y la lucha por el poder y construyamos juntos las instituciones". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Rompamos el ciclo de la guerra y la lucha por el poder y construyamos juntos las instituciones". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carmen McEvoy

Hace veinte años el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica publicó un libro cuyas ideas iban contra el sentido común. En “La utopía republicana: ideales y realidades en la formación de la cultura política peruana”, mi tesis doctoral en la Universidad de California en San Diego, hablé de historia política en tiempos de antipolítica, rescaté el papel de los individuos y sus ideas cuando lo que predominaba eran propuestas sobre colectivos sociales y mostré, además, mi impaciencia ante una historiografía atrapada en estereotipos y lugares comunes. Interpretaciones, positivistas algunas de ellas, y otras modeladas por un estructuralismo que obviaba a los personajes y su compleja y contradictoria humanidad.

La utopía republicana fue producto de un periplo que inicié en 1989. En el año de la caída del Muro de Berlín abandoné el Perú –junto con un millón de compatriotas– en medio de una espiral de violencia que marcó por siempre a mi generación. No es una coincidencia entonces el uso del concepto de utopía en mi tesis. Ya que la idea remite a un horizonte esperanzador similar al de los ilustrados que vislumbraron hace casi doscientos años a la república peruana. Todavía me emociona leer sus escritos porque, a diferencia de nosotros, ellos iniciaban ilusionados el camino hacia la libertad y por ello su actitud distará del cinismo y la indolencia que irán ganando terreno como consecuencia de la guerra, que marcó todo el siglo XIX y buena parte del XX.

Más allá del rescate de conceptos –tales como ciudadanía, mérito, justicia o igualdad– de patriotas bien intencionados, mi libro abordó la difícil construcción del poder en el Perú. Las elecciones de 1872 que culminaron con el asesinato del presidente Balta y el ajusticiamiento de su guardia pretoriana, conformada por los hermanos Gutiérrez, dan cuenta de que los proyectos políticos, como el enunciado por el Partido Civil, no solo nacieron en medio de una enorme precariedad institucional, sino que fueron marcados por la violencia de una guerra civil intermitente. No es una casualidad entonces que a los pocos años de terminar su mandato Manuel Pardo (1834-1878), el fundador del civilismo, fuera asesinado en la puerta del Congreso de la República por un soldado encargado de rendirle honores como presidente del Senado.

¿Cuál es la relevancia de esta discusión de conceptos y valores republicanos en un momento como el actual en el que muchos reclaman por un proyecto nacional, mientras la violencia vuelve a mostrar sus fauces? Juan de la Puente ha señalado que lo que asoma en la actualidad es la contrapolítica, que es divisoria de las opciones éticas de lo público, una completa recusación a toda práctica política y el rechazo a un mínimo estándar de representación pactada. En breve, un vaciamiento de los más elementales principios republicanos. Si no se produce un pacto por una reforma profunda, la contrapolítica barrerá a los nuevos liderazgos y a sus grupos. Más grave aún, De la Puente anota que varias regiones del país, por lo menos un tercio de ellas, ya viven en contextos de contrapolítica y otras, pienso en Madre de Dios, en la barbarie e informalidad más absoluta.

En este escenario tan difícil, con dos presidentes presos, otro con orden de captura y un liderazgo social cuya intransigencia empieza a causar preocupación, urge un nuevo ejercicio de memoria. Una vuelta a ese pacto político fundante, que nos habla de valores y de instituciones pero también de una entidad material. Acá me refiero a la república práctica y del progreso económico del civilismo que no fue sino la continuación de la patria científica de los fernandinos liderados por el sabio Unanue, para quien la educación era la piedra angular de la república. No solo porque ayudaba a despertar la creatividad y la imaginación de los futuros ciudadanos, sino porque constituía la palanca de una necesaria movilidad social. En una sociedad de mérito, como la que avizoraron los padres fundadores, la educación era la fuerza niveladora capaz de dispensar las oportunidades conducentes a preservar la armonía en el cuerpo social. Dentro de ese contexto el maestro constituía el ejemplo del buen ciudadano porque enseñaba sobre los derechos pero especialmente sobre los deberes para con la república, entre ellos el amor, el respeto y la lealtad al Perú. Es obvio que este ideal dista de ser una realidad en una sociedad tan fragmentada y carenciada como la nuestra y que hoy vive una nueva crisis, material y moral, a puertas de su bicentenario.

“Mi acta de ciudadanía se arma con la suma de las causas perdidas que me han importado y continúan haciéndolo”, señaló alguna vez Carlos Monsiváis refiriéndose a la trayectoria histórica de México. A casi 200 años del esfuerzo inicial de un puñado de peruanos algunos de los cuales dieron la vida por la libertad que hoy disfrutamos, no dejo de conmoverme y emocionarme por causas que nunca serán perdidas cuando son recuperadas para seguir movilizando a los que luchan por un Perú justo y en paz. Rompamos el ciclo de la guerra y la lucha por el poder y construyamos juntos las instituciones y la cultura de la solidaridad y el respeto que le hacen tanta falta a este país tan complejo y a la vez tan fantástico en el que por suerte nos tocó nacer.