(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Hugo Coya

Aquella tarde del 24 de diciembre de 1991 al bajar del avión que me trasladaba de París a Madrid mi alegría por el inminente reencuentro con familiares y amigos se esfumó de golpe para experimentar, en carne propia, una sensación hasta ese momento desconocida: saber qué significa no ser bienvenido en un país por el simple hecho del lugar donde naciste.

Estaba oscureciendo, tenía prisa, temía que la medianoche navideña me alcanzara en medio del camino. Quizás por eso no me percaté, al principio, de la forma en que los guardafronteras del aeropuerto internacional de Barajas trataban y se referían a los pasajeros que procedíamos de algún país latinoamericano.

Cuando llegó mi turno, uno de ellos me pidió el pasaporte, observó el origen nacional estampado en la carátula y abandonó todo vestigio de gentileza, si es que la poseyó alguna vez. Apretó entonces el gatillo de una voz cargada por el desprecio y me preguntó silabeando en voz alta –como si supusiera que no iba entender el idioma que ambos compartíamos– acerca de las razones de mi viaje, el tiempo de estadía, mi lugar de hospedaje y la cantidad de dinero en efectivo que portaba para, luego, advertirme que en caso de incumplir uno de los requisitos no podría ingresar a España.

Sin siquiera abrir mi documento para verificar mi identidad, si era poseedor de una visa, conocer mi profesión, las veces que visitaba el país o darme la oportunidad de atender a sus múltiples interrogantes, se enfrascó con un colega en un sostenido intercambio de chistes xenófobos acerca de los ‘sudacas’ que, según él, se descolgaban de sus países para ir a gozar de la prosperidad española. Mientras trataba de discernir acerca de la situación y responder a la altura de las circunstancias, sentía que algo se quebraba en mi interior.

Comprendía por primera vez que dejando de lado mi condición de corresponsal extranjero –que me permitía no tener ningún problema para ingresar a distintos países– era un ciudadano de segunda clase, padeciendo en carne propia aquello que sufrían y seguro aún sufren millones de personas que son discriminadas. En el caso específico de los peruanos, vivíamos tiempos en los que miles de nosotros huíamos del dramático cascabeleo de la crisis económica y el terrorismo, parapetándonos en naciones que nos proporcionaran al menos la esperanza de una vida sin tantos sobresaltos.

Nos veíamos obligados a dejar la tierra que amábamos, enfrentar renuncias familiares, miradas desconfiadas, malos tratos, lentitudes espectrales en los controles migratorios, comentarios despectivos, salarios mediocres y titulares que destacaban nuestra nacionalidad cada vez que algún compatriota incurría en un acto delincuencial.

Quienes han vivido en España deben haber leído, visto, escuchado tantas veces comentarios o chistes denigrantes hacia los latinoamericanos así como a la prensa de ese país regodearse al hablar de la ‘banda de los peruanos’ que durante años ocupó las secciones policiales por ser una de las longevas organizaciones criminales, formada por ladrones multirreincidentes que se especializaban en el robo de automóviles en las autopistas catalanas.

Hoy los tiempos han cambiado. No somos más los apestados de antes que arriesgaban el pellejo en tierras extrañas ni formamos parte de esa añeja ola de inmigrantes que invadimos Argentina, Chile, Estados Unidos, España, Italia, Japón o . Ya no necesitamos salir por el apremio, pues aquella precariedad en la que vivíamos nos amenaza un poco menos.

Ahora los protagonistas de esos pesares son los , aquellos que acogieron a muchos de los nuestros cuando recalamos en su territorio y que, sin miramientos, nos abrieron los brazos, nos proporcionaron una cama para dormir, compartieron sus arepas, nos dieron de beber sus tizanas y permitieron que gozáramos con ellos de la bonanza que hoy se les esfumó.

Como si estuviéramos aquejados por ese mal que padecen las sociedades opulentas que ni siquiera somos y aún estamos lejos de ser, hemos comenzado a olvidar esos cuentos de otros tiempos, transitando por ese callejón oscuro que nubla la memoria y la gratitud para hacerles padecer a los venezolanos aquello que nosotros padecimos.

Recostados sobre su desesperación, se les contrata por la mitad de los salarios que ganan los peruanos, se les obliga a trabajar en largas y extenuantes jornadas sin descanso, se les humilla, se les insulta, se les atribuye también beneficios que no poseen, tratos preferentes o, incluso, posibilidad de cambiar los resultados de las próximas elecciones.

Al mismo tiempo se les estigmatiza en los titulares de la prensa cada vez que uno de ellos comete un delito dando a entender que la criminalidad aumentó a partir de su masiva llegada, omitiendo que esta existía mucho antes de que la grave crisis económica estallara en Venezuela y la represión del régimen de los obligue a escapar y venir al Perú.

No se trata de ocultar el impacto que esta crisis humanitaria trae consigo o de esconder el agudo problema social que se está generando desde que el Perú decidió abrir sus puertas a los venezolanos al punto de recibir cada día a un promedio de 2.000 personas que se incorporan a nuestro territorio en búsqueda de alguna forma de sobrevivir.

Pero tampoco debemos seguir levantando la espesa humareda que recubre la xenofobia, ni cultivando el odio hacia el otro, al extranjero, pues lo único que hace es exacerbar la violencia, dividirnos como sociedad y deshumanizarnos poco a poco.

Ahora más que nunca es necesario recordar que hubo una época en que también fuimos ese otro que hoy no queremos ver, que en otro lugar del tiempo y el espacio fuimos aquellos venezolanos, aquellos exiliados de un país en ruinas que algún día –esperemos que no– podríamos volver a ser.