(Foto: El Comercio)
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Fernando Cáceres Freyre

Nuestro crecimiento económico y el drama que vive Venezuela han vuelto la inmigración parte de nuestro día a día. Hoy es casi imposible salir sin toparnos con inmigrantes venezolanos trabajando en nuestro país. Según la oficina en el Perú de la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas (OIM Perú), estos pasaron de 10.247 en el 2016 a 106.771 en el 2017. Por eso, es preocupante advertir que solo dos de cada 10 peruanos tengamos una opinión favorable de la inmigración (Ipsos).

Ya se han elevado voces, como la de Mirko Lauer, que muestran preocupación por el incremento de inmigrantes venezolanos a su entender sin calificación, y proponen evaluar regulaciones laborales que aseguren espacios preferentes a los peruanos, un sistema de cuotas por profesiones o alentar el empleo fuera de Lima.

Es verdad que más del 70% de venezolanos trabaja en las llamadas ocupaciones elementales (asistentes de cocina, limpiadores, ambulantes) y servicios de venta de comercios (OIM Perú). Pero casi el 90% de los venezolanos adultos son profesionales o técnicos titulados de entre 25 y 45 años de edad (Superintendencia Nacional de Migraciones).

Se trata de personas con capacidad y experiencia para aportarnos valor. No confundamos, entonces, el tipo de trabajos poco calificados que consiguen en sus primeros meses con las capacidades que traen consigo. Además –y esto es lo más importante–, si revisamos la evidencia histórica acerca del impacto de la inmigración, observaremos que se trata de procesos que en el balance benefician largamente a los países receptores.

Según la OCDE, los principales efectos de la inmigración se dan en (i) mercados laborales, (ii) presupuesto público y (iii) crecimiento económico. En lo primero, se observa que los migrantes llenan nichos en sectores tanto en alto crecimiento como en decrecimiento, y también que generan una mayor flexibilidad de los mercados laborales (algo para mí positivo). En lo segundo, contribuyen más en impuestos y contribuciones sociales que los beneficios que reciben. En lo tercero, incrementan la gente en edad de trabajar, aportan capacidades al desarrollo de capital humano y contribuyen al progreso tecnológico.

Además, es notable la actitud disruptiva con la que llegan. Se asientan en áreas con demanda laboral más relacionada con las capacidades de cada uno (se la buscan más), y son más proclives a reubicarse en función de cambios del mercado laboral (Cadena and Kovak, 2016), lo cual contribuye con el crecimiento económico. Además, la inmigración impacta positivamente en el marco institucional (Nowrasteh, 2014).

Esto no quiere decir que todo sea una maravilla. El temor a una reducción en los salarios ha sido relevado (Borjas 2003), aunque estudios posteriores encuentran que si se controlan ciertos factores, no advertidos por ese autor, los efectos en los salarios son más cercanos a cero (Cortés 2008, Smith 2012). A su vez, hay un temor a que los inmigrantes acepten posiciones con remuneraciones menores a los mínimos legales, pues el 27,7% de venezolanos declara haberlas aceptado (OIM Perú). Pero tampoco hay evidencia que indique que esta disposición a aceptar trabajos informales sea mayor que la de los peruanos.

Es posible que se den algunos efectos negativos, pero lo que gana un venezolano en el mediano plazo no se lo va a quitar a un peruano. La inmigración aumenta la torta disponible, siempre que haya competencia sin espacios garantizados para los peruanos. El principal reto parece ser alinear la demanda laboral con la oferta de inmigrantes (y así alentar el empleo fuera de Lima). Para ello se necesita generar más data que facilite saber dónde colocarse, y fiscalizar que venezolanos y peruanos no trabajen en condiciones ilegales.

Por eso y por los peruanos que tuvieron que migrar durante los ochenta producto de la severa crisis política y económica, esperemos que cada vez más peruanos demos la bienvenida a los venezolanos.