(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

El desarrollo de los países en el largo plazo se basa, en esencia, en la coincidencia de dos ingredientes: instituciones y productividad. Léase, una sólida base institucional y un eficiente uso de los recursos. La riqueza de los países, y por ende de sus ciudadanos, no se basa en el capital producido (maquinaria, equipos, terrenos, plantas u otras construcciones); menos aún en las riquezas naturales, como solemos creer en los países en vías de desarrollo.

En el último estudio de riqueza global y de naciones, recientemente publicado por el Banco Mundial, se señala que de la riqueza total solo el 27% es capital producido y otro 9% capital natural. El 64% de la riqueza total se basa en el capital humano (el total del valor –descontado– de los ingresos por persona a lo largo de su vida). En los países de bajos ingresos, el capital natural es en efecto el principal componente de riqueza (47%); pero en los países desarrollados estos solo representan el 3%. Y no es que el valor absoluto sea menor: Alemania tiene una riqueza total 17 veces mayor que la peruana, no obstante ambos países contamos con una riqueza natural muy parecida; la diferencia es que mientras la riqueza natural representa el 30% de nuestro total, solo representa el 1% del de los alemanes.

El capital humano, el factor más importante de riqueza en el largo plazo, se basa en el desarrollo de capacidades y la aplicación de estas de manera productiva. Las instituciones, las reglas y maneras en las cuales se articulan los ciudadanos para ser más eficientes en el uso de los recursos, impactan de manera directa en ese flujo: confianza en el uso de los servicios públicos, predictibilidad en las resoluciones del sistema de justicia, respeto a la propiedad privada y a las derivadas de esta, entre otros.

Si algo necesitan los peruanos, más que el oro y el cobre sin dudas, es un mejor ecosistema institucional. Las instituciones, como bien sostiene el Nobel Douglass North, consisten en las reglas formales, las restricciones informales (normas y códigos de conducta, así como las convenciones sociales presentes) y las características de la aplicación y castigo de estas. En el último ránking del Foro Económico Mundial, el Perú se encuentra en el puesto 116 sobre 137 economías en el pilar institucional: 126 en confianza de la ciudadanía en su clase política, 106 en independencia del sistema judicial, 131 en el peso regulatorio, 129 en la eficiencia del sistema legal en resolver disputas, y así. Nuestras instituciones están al nivel de países como Sierra Leona, Mali y Honduras, países mucho más pobres que el nuestro (10%, 13% y 42% de ingresos per cápita en comparación, respectivamente).

Los peruanos necesitamos, con urgencia, de una reforma institucional; las razones económicas sobran, pero son las relaciones sociales (la manera como nos conectamos, como aprovechamos los acuerdos y solucionamos nuestras diferencias, como nos relacionamos con nuestras autoridades y las generaciones futuras, y así) las que realmente importan. Es decir, las necesitamos de manera urgente para formalizar, por fin, el sueño republicano.

Hoy, gracias a la indignación ciudadana producida por los escándalos en el sistema judicial, tenemos una ventana de oportunidad para hacer un trabajo serio. Aprovechémosla: nunca es tarde para empezar estas revoluciones reformistas, pero la oportunidad de navegar sobre la expectativa ciudadana no aparece todos los días.