(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
José Ugaz

El mismo viejo, improductivo y populista debate con nuevos actores, entre ellos, esta vez, nada menos que el ministro de Justicia, quien se lanzó al ruedo como espontáneo y tuvo que ser retirado por el propio presidente tras un pase de banderillas.

Para demostrar que no hay nada nuevo en esta materia y que los mismos argumentos se repiten hasta el cansancio desde uno y otro lado por décadas, voy a citar algunos extractos de un artículo que escribí en agosto del 2006, hace 11 años, en medio de una ola “mortícola” producto de una campaña mediática impulsada por el caso del llamado “monstruo de Parcona”, acusado de haber violado y asesinado a cuando menos ocho niños.

“Una vez más, a raíz de la reciente propuesta presidencial, se calienta el escenario público con el debate sobre la pena de muerte para los violadores de menores. Lo primero por tener en cuenta es que no hay novedad en el tema. Como suele ocurrir con los asuntos de gran impacto emocional y que además involucran principios fundamentales y posiciones éticas –el aborto, la eutanasia y los derechos humanos, entre otros–, la polémica es interminable.
Investigaciones realizadas por una organización seria como Amnistía Internacional han demostrado con sólidos argumentos que la pena de muerte no es un disuasivo.

En Estados Unidos, la mayoría de estados que aplican la pena de muerte tiene tasas de criminalidad mayores que aquellos que no la aplican (homicidios por 100.000 habitantes). Tal es el caso de California (6,7), Texas (6,1), Illinois (6,1), Florida (5,4), Virginia (5,2), que aplican la pena capital, versus Massachussetts (2,6), Wisconsin (2,8), West Virginia (3,7) y Minnesota (2,2), que no la han adoptado. Otro ejemplo es Canadá, donde, después de 27 años de abolida la pena de muerte, se ha constatado que la tasa de homicidios cayó en 44% en comparación con la época en que esta estuvo vigente para ese tipo de delito.

Para quienes no creemos en esta opción, más allá de las razones éticas que fundamentan el abolicionismo, subsiste la grave objeción relativa al error o arbitrariedad judicial.

Hace algunos años fui requerido para intervenir en la defensa de ‘Beto’, un joven ex interno del puericultorio Pérez Araníbar, afectado por retardo mental moderado, a quien se acusaba de haber violado y asesinado a una niña de 8 años –también interna del puericultorio– cuyo cadáver apareció una madrugada con signos de violación en la piscina vacía de dicha institución. Según el atestado policial, ‘Beto’ –quien fue presentado en conferencia de prensa como el ‘Monstruo del Puericultorio’– había confesado ser el autor del crimen, y narrado con lujo de detalles cómo violó y asesinó a la menor. Varios meses después, luego de una intensa batalla judicial, se pudo demostrar que ‘Beto’ nunca estuvo en el escenario del crimen y que la investigación había sido manipulada para incriminarlo injustamente, arrancándole la confesión a la fuerza mediante maltrato físico, psicológico, y actos de tortura. Si ‘Beto’ hubiera carecido de defensa, hoy estaría condenado; y si hubiera existido la pena de muerte, habría sido ejecutado.

No se trata de justificar crímenes tan repugnantes como las violaciones de menores seguidas de muerte. Sin embargo, ello no puede llevar a que el ánimo de venganza o el temor (exacerbados por la prensa amarilla y campañas mediáticas) justifiquen la adopción de medidas que –más allá de su inviabilidad jurídica– no solo no resuelven el problema de fondo, sino que, por el contrario, incrementan la nefasta estadística de los muertos inocentes”.

Y eso que cuando esto escribí, aún no había sido necesario crear una comisión especial (Comisión Lanssiers), para liberar a más de 800 peruanos inocentes injustamente condenados por terrorismo.
¿Arrebato emocional? ¿Populismo oportunista? ¿Táctica distractiva? ¿Simplemente ignorancia?

Un poco de memoria y seriedad no nos vendría nada mal.