La vida en 1986, por Pedro Suárez-Vértiz
La vida en 1986, por Pedro Suárez-Vértiz
Pedro Suárez Vértiz

Yo nací en plena reforma agraria. Mi infancia fue pura dictadura militar. Solo había tres canales de televisión y todos de Telecentro. No había importaciones. Luego llegó la democracia, pero con apagones, bombas, paquetazos, infl aciones y depresión colectiva. Como era mi hábitat, no me daba cuenta y seguía soñando con triunfar en la música. Muchos también pensaban como yo. En 1986 sonaban fuerte Miki González y el grupo Río. Había muchos grupos y solistas de rock peruano, pero ninguno había pegado como ellos. Yo era un menor de edad; mi hermano, un niño. Y así formamos Arena Hash en el colegio y esperábamos el momento para reventar, como finalmente se consiguió en 1988.

Dejando de lado el aspecto musical de esos tiempos, cabe recordar que teníamos una vida con muchas dimensiones. Todo cambió específicamente con el Internet y los teléfonos inteligentes. Me pregunto si nuestros hijos siquiera entienden cómo hemos crecido, los de mi generación y los de las anteriores, sin estar comunicados las 24 horas del día telefónicamente o vía WhatsApp. Hemos sobrevivido a una época sin celulares y ni nosotros mismos lo podemos imaginar.

Recuerdo que cuando no existían teléfonos móviles uno se movilizaba con tranquilidad, sin miedo ni problemas. Reunirte con amigos, llegar a una cita, ir de fiesta, a clases, al parque, al trabajo, al doctor, etc., no era nada complicado. Solo tenías que ser lo más puntual posible. Si te retrasabas, no había cómo avisar que llegarías tarde. En esa época la relativa puntualidad –y el utilísimo concepto de la ‘hora peruana’– era clave para calcular los movimientos de todos. No era sencillo llamar a excusarse o explicar algún retraso. Solo se podía si encontrabas un teléfono público y la otra persona estaba en su casa. Caso contrario, se calculaban mutuamente los posibles obstáculos en el camino y problema resuelto. Todo retraso estaba presupuestado.

En el tema de las salidas de noche de los más jóvenes a reuniones, discotecas, fiestas, bares, etc., nuestros padres solo confi aban en que regresemos a la hora pactada. De lo contrario, podíamos causarles una gran preocupación, que luego seguramente se convertiría en regaño. Felizmente yo no era mucho de salidas nocturnas, pero mi hermano no podía pasar un fi n de semana sin ir de fiesta. Siempre llamaba a mis padres desde un teléfono público llamado Rin para pedir un poco más de permiso. Era más seguro que te lo dieran de noche porque los padres estaban en la casa y no en el trabajo. Pero si llamabas y no los encontrabas, porque habían salido también, no podías seguir con tu parranda. Para estudiar tenías que recurrir a las bibliotecas públicas o a las de la universidad. En el caso de mi hermana menor, recuerdo que le compraba las famosas láminas Huáscar de figuras que debía pegar en su cuaderno para graficar a algún héroe nacional, escudo, etc. La lista de útiles estaba formada en su mayoría por libros carísimos que solo usabas ese año porque eran la única herramienta para conseguir información. Si necesitabas algún material, ropa, regalo, herramienta, etc., debías salir a buscarlo, pedir referencias o construirlo.

En cuanto a mi tema, que es la música, recuerdo los infaltables casetes de compilados o canciones variadas y el tener que adelantar una canción para escuchar la siguiente girando el rollo de cinta del casete con un lapicero para no gastar las pilas del Walkman. No había otra salida para escuchar los temas seleccionados que tanto querías.

Finalmente, la ropa no cambió sustancialmente, ni los aviones, los autos, los instrumentos musicales, los restaurantes o las viviendas. Lo que sí ocurrió, y de esto no hace mucho, es que se sincronizó el mundo.

Esta columna fue publicada el 10 de diciembre del 2016 en la revista Somos.