"El propósito real era el amedrentamiento: hacer sentir zozobra a periodistas, políticos y autoridades, alterando la vida privada de sus familiares, y que, en el peor de los casos, su integridad estaba en riesgo".
"El propósito real era el amedrentamiento: hacer sentir zozobra a periodistas, políticos y autoridades, alterando la vida privada de sus familiares, y que, en el peor de los casos, su integridad estaba en riesgo".
Andrés Calderón

Casi todas las semanas se produce un acto de violencia contra en el Perú. Recientemente, los fotoperiodistas Romina Solórzano (revista “Caretas”), John Reyes (diario “La República”), Diego Vértiz (“Diario Uno”) y Carlos Huamán (Latina) fueron agredidos por un grupo de simpatizantes de Perú Libre, en los exteriores del Congreso de la República, mientras se discutía el voto de confianza al primer ministro Aníbal Torres.

Según narra uno de los reporteros gráficos atacados, los empujones y botellazos empezaron luego de que la policía se apartó, quedándose las mujeres y los hombres de prensa cercados por la turba.

Unos días antes, el periodista deportivo David Chávez de Movistar Deportes también se vio rodeado por hinchas del club Universitario de Deportes, quienes se le acercaban al oído para gritarle insultos y amenazas contra él y el canal. No es la primera vez que esto ocurre. Lamentablemente, he escuchado arengas similares de fanáticos de Alianza Lima, en el estadio o afuera de él. Y no se tratan de meras críticas o expresiones de descontento; el propósito de intimidar a los periodistas es patente, a través de diversas banderas y colores.

Volviendo al tema de las agresiones políticas, un paso previo a la violencia física es el hostigamiento verbal, como el que repetidamente ejecutan integrantes de grupos extremistas autodenominados como La Resistencia y Los Combatientes. Paradójicamente, estas personas suelen repetir la narrativa de sus antónimos políticos, insultan a los reporteros, los llaman “vendidos” y “prensa mermelera”, confirmando que la intolerancia suele arroparse mejor en los polos. Además, en los últimos meses han organizado plantones afuera de las oficinas de medios informativos como IDL-Reporteros, e intentaron boicotear eventos académicos, como la presentación del libro del expresidente Francisco Sagasti. Hace poco dieron un paso más al acudir a los exteriores del domicilio del periodista Jaime Chincha para proferir diatribas contra él y el medio de comunicación donde laboraba.

Hace menos de dos años, en medio de las protestas contra el gobierno de Manuel Merino, escribí en esta columna que “[p]ersonalmente, no iría a protestar frente a la casa de un periodista. Pero hacerlo pacíficamente no puede significar un atentado contra la libertad de expresión”. Hoy debo cambiar de opinión o, por lo menos, precisarla. Si bien la protesta pacífica en espacios públicos es un derecho fundamental reconocido por el Tribunal Constitucional y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se debe tener en cuenta el contexto de estas manifestaciones y los efectos que el contenido de algunas expresiones puede generar.

Las manifestaciones que se han producido en los últimos tiempos, como señalamos, excedían largamente la expresión de la indignación ciudadana. El propósito real era el amedrentamiento: hacer sentir zozobra a periodistas, políticos y autoridades, alterando la vida privada de sus familiares, y que, en el peor de los casos, su integridad estaba en riesgo. Además, cuando estas injurias se espetan enardecidamente en el rostro del destinatario, generan el peligro real y latente de provocar violencia (‘fighting words’).

Más allá, finalmente, del estándar legal bajo el cual podamos juzgar a estas expresiones, preocupa mucho su cotidianeidad. Es alarmante la habitualidad con la que, como sociedad, justificamos o minimizamos la creciente ola de violencia verbal y, a veces, física. La conveniencia, por supuesto, juega un rol. Los derechistas solo condenan la violencia de los seguidores de Perú Libre, y los izquierdistas únicamente fustigan a La Resistencia, sin darse cuenta de que cuando la agresión se vuelve costumbre, esa nueva normalidad no distingue los colores de sus víctimas.