Ella está viva, por Rossana Echeandía
Ella está viva, por Rossana Echeandía
Rossana Echeandía

Hace 2.000 años que la insultan, que se burlan de ella, que a sus seguidores les ponen etiquetas y quieren silenciarlos. Hace 2.000 años que emperadores, reyes y presidentes; ideologías, revoluciones y dictaduras han intentado, unos tras otros, desaparecerla.

Hace 2.000 años de besos traicioneros en la mejilla, de grandes infidelidades incluso de los favoritos, de pecados y delitos en la propia casa.

Pero hace 2.000 años también que hombres y mujeres heroicos en todos los rincones del mundo, bajo las más diversas circunstancias de vida, libres o esclavos, jóvenes o viejos, sabios o ignorantes, siguen demostrando que ser santo es posible y le regalan al mundo la fortaleza indoblegable de su pureza y su fidelidad.

Y son ellos, precisamente, la prueba más palpable de que la Iglesia, hace 2.000 años, sigue viva y vigente, cumpliendo la misión para la cual su fundador, el buen Jesús, la instituyó. Como dijo el el domingo de las canonizaciones: “Son los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia”.

En tiempos en que lo políticamente correcto es agredir a la Iglesia e intentar silenciar a sus miembros, empujando a la sociedad a un laicismo que quisiera encerrar el mensaje de Jesús entre las cuatro paredes de la habitación de cada creyente o en las sacristías de los templos, a media luz y a media voz, el último domingo hemos vuelto a comprobar que eso no es posible, pues la fe siempre termina desbordando los diques que la quieran frenar. 

La canonización de Juan Pablo II y , dos santos cercanos, contemporáneos, ha sido una fiesta de reafirmación, un grito que reclama ser escuchado en un mundo que se ahoga en el materialismo y se olvida de que el hombre no es solo cuerpo y mente, sino también espíritu. Un espíritu que busca la trascendencia, que no se siente satisfecho solo con el tener ni el poder, sino que necesita ser más, religarse con su Creador, hallar respuesta a la nostalgia de infinito.

Hace unos días, una persona cercana me decía algo que es común escuchar estos días: “No es que yo no crea en Dios, en lo que no creo es en la Iglesia”. Lo que ocurre, me parece, es que en estos tiempos muchos no saben realmente qué es la Iglesia. Solo se publicitan las miserias de algunos de sus miembros y con ellas se la quiere etiquetar, pero nada de sus maravillas. Las vidas de los santos, por ejemplo, se las imaginan aburridas y poco emocionantes, pero cuando uno conoce sus historias comprueba que están llenas de aventuras, desafíos y experiencias increíbles. Las de Juan Pablo II y de Juan XXIII, por ejemplo, qué lejos están de las imágenes lánguidas que aparecen en algunas figuras. Recordemos también la vida de , una mujer pequeñita y frágil, pero una gigante de la fe.

Alguna otra vez me he referido a uno de mis libros favoritos, “La mujer pobre” de Leon Bloy. Este termina con una frase memorable: “No hay peor tristeza que la de no ser santos”. Esta vez quisiera ‘parafrasearla’ al revés: “No hay mejor alegría que la de ser santos”. Eso es lo que comunicaron en sus vidas Teresa de Calcuta, Juan Pablo II y Juan XXIII. Con mil dificultades a cuestas, fueron una mujer y hombres felices en el sentido más pleno de la palabra. 

No faltan los que ya han concentrado sus energías en tratar de desacreditar a los nuevos santos. Siempre ha sido así. Ante eso, como ante todas las dificultades, vale la pena recordar una frase de San Juan Pablo II: “¡No tengan miedo!”.