Vivo afuera y opino, por Carmen McEvoy
Vivo afuera y opino, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

Hace una semana leí un artículo en el que se le increpaba a Pedro Pablo Kuczynski haberse ido del Perú en pleno conflicto armado y recordé mi propia historia. El 9 de agosto de 1989 viajé a Estados Unidos con mis dos hijos y tres maletas llenas de fotos y libros. 

“Los conquistadores de San Diego”, como nos bautizó mi papá –quien lloraba desconsolado al vernos partir–, llegamos esa misma noche a California. Ahí, con la ayuda de una beca, completé seis años de estudios doctorales y me convertí en una historiadora profesional.

Solo quien vivió la experiencia de la llamada telefónica comunicándote que tu padre falleció sin darte el abrazo final comprende el dolor del desarraigo. Este se expresa en una melancolía aquietada solo por el recuerdo. 

En mi caso, siempre acudo a una página arrancada de un “Caretas” que traje conmigo y guardo enmarcada sobre mi escritorio. La leyenda de la fotografía, que retrata a una familia andahuaylina que emigró a Lima el mismo año en que yo la dejaba, dice: “Santiago Soto Inca, carpintero arrojado de Andahuaylas por la violencia que otros iniciaron, es un héroe anónimo. Un héroe como hay cientos de miles en el año de la quiebra”.

En el Perú existen bellísimas historias de viajes contados por una diáspora entrañable. El cusqueño Garcilaso de la Vega, quien inventó en Montilla, España, una historia capaz de aplacar su nostalgia por el terruño andino. El arequipeño Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, quien escribió el libreto de la independencia hispanoamericana desde el exilio italiano. 

La cajamarquina Yma Súmac, que trinó cual ave selvática antes de tomar por asalto un Hollywood inexpugnable. Y cómo olvidar a nuestro genial César Vallejo, quien universalizó la poesía peruana, mientras armaba la maleta para regresar a su Santiago de Chuco natal. Todos ellos sufrieron el desarraigo e imaginaron desde esa experiencia a su añorado país.

Existen, sin embargo, otros viajes que han sido nefastos para la república peruana. Pienso en el del presidente Mariano Ignacio Prado a inicios de la guerra con Chile o, más recientemente, el del general Víctor Malca con una bolsa millonaria extraída del erario nacional. 

El paradero de este militar, ministro fujimorista, es desconocido. Como también lo es el de Víctor Aritomi y Rosa Fujimori. Esta pareja se esfumó. No dejó un libro o un poema, sino un reguero de cuentas sin saldar. ¿Llevaban al Perú en el corazón los embajadores que vivieron en el País del Sol Naciente con el dinero de nuestros impuestos? Parece que no. 

A la fecha, la cancillería no ha recibido ni siquiera una tarjeta de despedida. ¿Y qué decir del viaje y “exilio” dorado del ex presidente Alberto Fujimori, quien renunció a la nacionalidad peruana para candidatear, luego, al Parlamento japonés? 

Cuando formas parte de una “tradición política” con tantos viajes a la dimensión desconocida, no es conveniente tirar piedras al avión del contendor. Porque resulta descortés, por decir lo menos, que la candidata de Fuerza Popular despotrique contra quienes no viven en el Perú y osan opinar, o contra los banqueros que –según ella– tienen turbios propósitos, además de “asuntos pendientes” en Estados Unidos. 

Debe recordar que su propio padre renunció a la presidencia por fax desde Tokio y que son sus tíos carnales quienes tienen asuntos pendientes que arreglar con el Perú. Y, mucho más grave aun, debe recordar que una buena parte del dinero que desapareció de las arcas nacionales está hoy en manos de la banca internacional, contra la cual la “candidata de los pobres” lidera una “cruzada moral”.