(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Santiago Roncagliolo

Hay que reivindicar a los nazis juzgados en Nuremberg. Pero no a las feminazis, que se han inventado la violencia de género para cobrar subvenciones. Es necesario ilegalizar a los partidos políticos que no sean de derecha, pero en cambio, premiar con medallas a los ciudadanos que maten en defensa propia. De hecho, hay que facilitar a todas las familias el acceso a las armas de fuego, para que puedan algún día ganarse su medalla. ¿He mencionado que Franco no fue un dictador?

Se vienen elecciones generales en y diversos dirigentes del nuevo han defendido públicamente todas esas afirmaciones. Un militante incluso las llevó a la práctica: ha sido juzgado por propinar una paliza a gitanos. Y cumplió condena por producir a otro joven una discapacidad... a patadas.

Lo increíble es que con esas características, Vox supera en las encuestas el 10% de la intención de voto. Si la derecha supera en conjunto la mitad de los escaños en el Parlamento, Vox se convertirá en llave de gobierno, como lo ha sido ya en la comunidad de Andalucía. La España de la Transición, ese ejemplo de concordia, libre de la ultraderecha que campaba en otros países europeos, termina de firmar su certificado de defunción.

El crecimiento de Vox, sin embargo, no se puede explicar solo como un regreso al franquismo. Más bien, su estrategia de comunicación sigue al pie de la letra el manual del nacional-populismo del siglo XXI, forjado en los Estados Unidos de Donald Trump y en el Reino Unido del ‘brexit’.

Por ejemplo, sus altisonantes exabruptos captan titulares y terminan por marcar la agenda, mientras sus dirigentes apenas conceden entrevistas: se comunican a través de las redes sociales. De ese modo, evitan enfrentar a la crítica y viralizan sus mensajes entre los descontentos. Quienes te mandan los videos y las consignas de Vox son tus amigos. Y cuando no les crees a los políticos, les crees a tus amigos. Por último, si alguna de sus propuestas extremas despierta demasiada indignación, Vox culpa a la prensa del sistema por “manipularla”. Pero el veneno queda inoculado.

En la España de hace unos años –que hoy parecen siglos–, capitalizaba la protesta el otro extremo. Hasta las últimas elecciones, la izquierda de Podemos era joven, excitante, radical, y la coleta de Pablo Iglesias reinaba los titulares. Hoy, ese partido ha cambiado de nombre y de líderes locales tantas veces que no está claro siquiera qué símbolo poner en la urna para votarlos. Como suele ocurrirle a la izquierda, sus líos internos han reemplazado a sus propuestas políticas. Ellos sí dan entrevistas, pero a menudo ni siquiera se entiende de qué están hablando exactamente.

La propuesta de Podemos era cambiarlo todo acelerando el futuro. Como no fue posible, Vox le imprime un giro: cambiarlo todo volviendo al pasado. En el fondo, ambos responden a la misma inquietud: la sensación entre muchos españoles –y muchos europeos– de que su sistema de vida se ha agotado, y nadie tiene claro con qué reemplazarlo.

Cuando piensas que tus representantes te roban, que los periódicos te mienten, que los extranjeros te amenazan, terminas por confiar solo en tu tribu. En el caso de Vox, esa tribu son “los españoles de bien” que dicen defender. El problema es que en esa definición cabe muy poca gente. Si de los españoles de bien hay que quitar a los izquierdistas, los independentistas, los de origen extranjero, los feministas, los que no quieran armas... al final solo quedarán los altisonantes dirigentes de su propio partido.