Watchmen, por Alfredo Bullard
Watchmen, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

La serie de cómics de Alan Moore y Dave Gibbons, llevada al cine bajo la dirección de Zack Snyder, es un hito en las historias de superhéroes. Lejos de la visión utópica de personajes como Superman o el Hombre Araña, Watchmen (Los Vigilantes) muestra una clara distopía, es decir lo contrario a una sociedad ideal. Nos muestra una sociedad ficticia indeseable en sí misma.

Superhéroes llenos de defectos, corruptos o corruptibles, con clara tendencia a abusar de sus poderes. Sus abusos y excesos llevan a que se dicte una ley (la Ley Keene) que prohíbe su existencia. Las máscaras que ocultan sus identidades secretas son proscritas para proteger a los ciudadanos de a pie. La frase “Who watches the Watchmen? (“¿Quién vigila a los vigilantes?”) refleja el temor hacia la acumulación descontrolada de poder. No es solo una visión más pesimista, es además más realista.

Watchmen nos muestra cómo el poder corrompe. En contraste con la romántica historia de Superman, refleja la irreal pretensión de que un ser humano con poderes puede actuar, por el solo hecho de tenerlos, en generoso beneficio de los demás. Además, estos superhéroes quedan atrapados en los avatares de la política. Parte de su lado impresentable tiene que ver con los compromisos de estos superhéroes ambiguos con la vil política y sus representantes.

Los Watchmen se parecen a los políticos. No me gusta la política, porque como Watchmen, nos muestra una sociedad distópica pero, paradójicamente, real. En la política no hay buenos. Y los resultados casi siempre decepcionan. Es imposible (salvo que seas político) alinearse con alguno de los bandos. Todos suenan hipócritas y cambian sus argumentos para condenar lo que antes defendían y para defender lo que antes condenaban.

Las repercusiones de la última entrevista de en “Cosas” lo demuestran. Nadie sale bien parado. La crítica de la oposición a la esposa que aconseja o apoya a su marido no parece tener asidero lógico, salvo bajo una perspectiva marcada por un machismo intolerante. No se usurpa un cargo por aconsejar a alguien. Cuán influyente es Heredia con Humala no parece ser lo relevante. La responsabilidad es de quien debe decidir y ese es de Humala mismo. Y que la crítica venga de los fujimoristas, habitantes de una cantera en la que un delincuente como Montesinos influía más que nadie en el presidente, es una hipocresía mayúscula.

Y la otra hipocresía, la de decir que no será candidata cuando hace todo para serlo, no es mucho mejor. Es increíble además cómo el poder te hace perder perspectiva y sentido de la realidad. Y es que para los políticos es tan fácil hablar de más. Nadine debería leer a Abraham Lincoln, quien decía que “hay momentos en la vida de todo político en que lo mejor que puede hacer es no despegar los labios”. Pero eso es “pedir peras al olmo”.

Y por supuesto otros, de manera pomposa y aparentemente articulada, aprovechan los errores de sus rivales para intentar posicionarse, como si el defecto ajeno se convirtiera en automático en virtud propia. En términos de Aldous Huxley, “cuanto más siniestros son los deseos de un político, más pomposa, en general, se vuelve la nobleza de su lenguaje”. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

La distopía de los políticos es una constante. Nadie está satisfecho con ellos. Qué pena que, como en Watchmen, no se pueda dar la Ley Keene que prohíba su existencia ni que proscriba las caretas bajo las cuales actúan.

Clemenceau decía que “cuando un político muere, mucha gente acude a su entierro. Pero lo hacen para estar completamente seguros de que se encuentra de verdad bajo tierra”. Parece que la única manera de ser sincero sobre los políticos es hablar mal de ellos.