(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Imagine que llega a un departamento nuevo y sus vecinos son más cerrados de lo que esperaba. No les gusta su manera de vestir. Ni de hablar. No les gustan sus ideas políticas. Y sospechan cosas de usted que les gustan aún menos.

Ahora, practique el ejercicio inverso: imagine que llegan al edificio unos vecinos nuevos con pinta muy rara. Y que hacen mucha bulla. Para colmo, en las páginas policiales del periódico sale mucha gente igualita a esos vecinos metiéndose en líos de lo más sórdidos.
A viejos y nuevos vecinos les cuesta convivir, ¿pero cuál de los dos debería cambiar? ¿Quién debe adaptarse al estilo de vida del otro? ¿O quién debe mudarse? Y si cada uno se mantiene en sus trece, ¿hasta dónde puede llegar el otro para botarlo?

Esa pregunta se formula “Wild Wild Country”, el documental de Netflix que ha sido aclamado por la crítica internacional. He tardado tres meses en verlo, hasta que la presión social ha sido demasiado fuerte. Y al final, me he rendido yo también a su perverso hechizo.

“Wild Wild Country” narra la historia de los Rajneesh, seguidores de un gurú indio que a comienzos de los años ochenta fundaron su propia ciudad en Oregon, Estados Unidos. Su aspiración era construir un lugar utópico donde practicar la espiritualidad, vivir en comunidad y ejercer el amor libre, a salvo de las presiones del consumismo, el materialismo y las convenciones sociales. Según ellos, nadie podría oponerse a ideales tan elevados.

Los Rajneesh no contaban con que caían en una zona rural habitada por jubilados conservadores de clase trabajadora. Para los habitantes de los poblados vecinos, la repentina aparición de miles de jóvenes de todo el mundo dedicados a bailar, cantar y tomar el sol desnudos era lo más cerca del infierno que podían llegar. En plena Guerra Fría, los oregonenses confundieron a los Rajneesh con comunistas. Y los Rajneesh les devolvieron el cumplido inverso: fascistas.

Las hostilidades entre oriundos y recién llegados degeneraron rápidamente en guerra abierta. Grupos paramilitares de ambos bandos recorrían el territorio armados con fusiles. Se intercambiaron atentados con bombas e incendios furtivos. Y se registró al menos un episodio de envenenamiento masivo, el más grave de la historia de Estados Unidos hasta entonces. Recurriendo a cientos de horas de metraje, tanto de informativos de televisión como grabaciones caseras, “Wild Wild Country” reconstruye cada detalle de la escalada de tensión que derivó en uno de los conflictos más delirantes y absurdos del ya bastante salvaje siglo XX americano.

Pero más interesante que ver el documental es discutirlo. Porque la narración de “Wild Wild Country” es tan respetuosa de sus fuentes, tan rigurosamente imparcial, que se convierte en una invitación a la polémica. Cada espectador saca una conclusión según sus propias simpatías. Los espectadores más progresistas toman partido de inmediato por los Rajneesh contra la intolerancia, la caza de brujas y el macartismo. En cambio, los conservadores –que son menos, porque los conservadores no ven tantos documentales de Netflix– se conmueven ante el sufrimiento de esta comunidad trabajadora invadida, con su forma de vida amenazada por fuerzas extrañas.

Y es que lo más atrayente de esta historia es que da en el clavo con un problema universal acentuado por la globalización. Porque en el fondo, “Wild Wild Country” trata sobre el conflicto entre la izquierda y la derecha, o entre Israel y Palestina, o entre ideología de género y ”Con mis hijos no te metas”; en suma, sobre la incapacidad de los seres humanos para ponernos de acuerdo, incluso si el desacuerdo implica un perjuicio mayor.