" Si los aspirantes a líder no ven esto, no han entendido nada; no diré de política, sino sobre la naturaleza humana" (Ilustración: Giovanni Tazza).
" Si los aspirantes a líder no ven esto, no han entendido nada; no diré de política, sino sobre la naturaleza humana" (Ilustración: Giovanni Tazza).

La ausencia de un firme liderazgo opositor ha sido mencionada como una causa –entre varias otras posibles– de que no caiga este gobierno, a pesar de la mezcla de corrupción, ineptitud y vocación autoritaria que lo vuelve insostenible. La moción de vacancia de este lunes, previsiblemente, tampoco hará el milagro. La gente no se indigna ni sale a las calles.

La capacidad de indignación ciudadana está, pues, en su punto más bajo. Tendrá que reactivarse en algún momento –si no, el gobierno no sería realmente insostenible–, pero ningún líder será capaz por sí solo de encenderla. La movilización indignada es intrínsecamente espontánea, no azuzada. Los movimientos más o menos recientes que tomaron las calles y generaron cambios políticos en el Perú lo prueban: la oposición a la estatización de la banca (1987), la Marcha de los Cuatro Suyos (2000), las protestas contra la llamada Ley Pulpín (2014-15), el indulto a Alberto Fujimori (2017-2018) y la presidencia de Manuel Merino (2020). De esos cinco, solo los dos primeros implicaron algún tipo de liderazgo; a saber, los de Vargas Llosa y Toledo. Pero Toledo no lideró realmente el antifujimorismo de arranque, su publicidad en campaña aludía a “construir el segundo piso” del fujimorismo. Se subió a ese coche ya encendido. Otro tanto podría decirse de Sagasti en el 2019: resulta francamente ridículo que sus detractores le atribuyan a él o a su pseudopartido –que obtuvo 2% estando en el poder– el crédito de poder manipular tan exitosamente a las masas.

Habrá quienes –con mirada ‘millenial’ y digital– sostengan que los movimientos más recientes no tuvieron liderazgo centralizado porque se coordinaron por redes sociales, como pasó también en la Primavera Árabe (2010-2012). Pero lo otro que tienen en común esas movilizaciones es un propósito concreto, enfocado, sencillo: impedir algo. Las agendas colectivas tan precisas se logran, desde los albores de la humanidad, espontáneamente, sin un líder, como explica el biólogo Mark W. Moffett en “El enjambre humano”, recordando que muchas sociedades de cazadores-recolectores ni siquiera eran permanentes, sino grupos “fusión-fisión” que se congregaban para propósitos específicos –una cacería– y luego se disolvían, justo como nuestros juveniles protestantes. La caída del gobierno como hecho aislado no requiere ni de un macho ni de una hembra “alfa” –las manadas de lobos tienen ambos– que lidere la indignación colectiva. Pero establecer lo que venga después –un proyecto más de largo plazo, como el que proponía Vargas Llosa– ciertamente sí lo exige.

Cuando el objetivo es más ambicioso y sofisticado, requiere una estructura de especializaciones. Por ejemplo, institucionalizada la agricultura, surgieron los estados con sus múltiples funciones y requerimientos (impuestos), y la necesidad de ordenar y organizar sistemas complicados. Así surgieron los liderazgos. La literatura sobre líderes es tan vasta como multidisciplinaria –'management’, antropología, ciencias de la mente, política– y lo único indiscutible es que, a despecho de los mantras de autoayuda, es un fenómeno complejo. Encontrar a alguien que lidere la etapa política que he de llamar ‘poscastillismo’ no será sencillo.

Y es que demandará el ambicioso desafío de orquestar un pacto con los términos de la transición hacia un nuevo gobierno, pero ojalá también unas condiciones mínimas de convivencia –y no mera complicidad– con vocación de permanencia de al menos unas décadas. Felizmente, la ciudadanía parece haber descartado el falso anhelo paleoizquierdista de una nueva Constitución. Pero eso no nos libra de introducir mejoras incrementales en la vigente, particularmente –tras la pandemia– las que posibiliten servicios públicos más eficaces, elecciones más representativas y mejores relaciones entre poderes del Estado. Una transición así, tan corta como sea posible (no es realista pensar en el 2026) y tan larga como sea necesario para esas mínimas reformas.

La necesidad antes descrita, por cierto, no se logrará simplemente con eslóganes del tipo “que se vayan todos” o, peor aun, “que se vayan ellos, no nosotros”, dados los niveles actuales de aprobación popular. Si los aspirantes a líder no ven esto, no han entendido nada; no diré de política, sino sobre la naturaleza humana. Por eso, deben ofrecer al menos un destino colectivo y una hoja de ruta convincentes. De lo contrario, como Merino y ojalá también como Castillo, permanecerán en el poder tan solo lo que demore en gatillarse la siguiente emotiva y espontánea indignación.