"El balón está en la cancha de Gran Bretaña". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"El balón está en la cancha de Gran Bretaña". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Sylvie Kauffmann

Si los votantes franceses, desconcertados por la revuelta de los chalecos amarillos, se ven tentados a usar referendos para mejorar el proceso democrático, deberían ver el triste espectáculo del Reino Unido. Es difícil pensar en una disuasión más poderosa. En los últimos tres años, Europa continental ha observado con desconcierto y desesperación cómo la democracia más antigua del mundo se embarcó en un camino que ningún país había tentado antes: abandonar la Unión Europea.

Vimos a un joven y ambicioso primer ministro británico, David Cameron, apostar a que el referéndum del 2016 reforzaría la posición de Gran Bretaña dentro de la UE porque la votación sería la de permanecer. Lo vimos fallar, resignarse y desaparecer. Después de una campaña marcada por noticias falsas, mentiras, falsas promesas y ataques contra inmigrantes, vimos cómo la animada cultura política de Westminster caía en el caos. Observamos a los ministros del ‘brexit’ comandados por la primera ministra Theresa May, confundidos por políticas incoherentes y una negociación de pesadilla, tirar una toalla tras otra. Y ahora estamos observando, estupefactos, la posibilidad creciente de un segundo referéndum, promovido por personas inteligentes pero desesperadas, convencidas de que deshará el primero.

Este proceso nos ha enseñado acerca de la fuerza de la Unión Europea de una manera que nunca sospechamos.

El 28 de marzo del 2017, hubo una carta de amor surrealista y elegante de May a la UE, “nuestro mejor amigo”, para pedir el divorcio. Al activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa para iniciar el proceso de separación, la primera ministra insistió en que Europa debería “seguir siendo fuerte y próspera, capaz de proyectar sus valores, liderando en el mundo”.

“Tal vez ahora más que nunca”, escribió, “el mundo necesita los valores liberales y democráticos de Europa”. Entonces, ¿por qué demonios la dejan? De hecho, May inicialmente abogó por permanecer en la UE, pero terminaría agotando su escaso capital político luchando por lograr lo contrario: tal era su destino y tal era el absurdo del ‘brexit’.

Para ser justos, la relación de Gran Bretaña con la UE nunca fue fácil. En la década de 1960, el presidente Charles de Gaulle vetó dos veces la integración de Gran Bretaña, convencido de que siempre intentaría imponer sus términos en un mercado común. Gran Bretaña finalmente se unió en 1973 y dio forma a su mercado único. El famoso “Quiero que me devuelvan mi dinero”, de Margaret Thatcher, sacudió Bruselas y generó las sospechas persistentes de que los británicos solo se habían unido a la UE para ralentizarla.

Pero Gran Bretaña tenía aliados fuertes entre los otros estados miembros. Su personal diplomático de primera clase trajo su bienvenida experiencia a Bruselas. Incluso los franceses entendieron que los británicos eran una poderosa adición a esta extraordinaria entidad supranacional.

De ahí la idea, vendida por los ‘brexiteers’ a sus votantes, de que negociar nuevos términos con Europa sería fácil, porque la UE tenía mucho que perder en este divorcio. Incluso se esperaba que otros países de la UE siguieran el ejemplo de Gran Bretaña.
No resultó de esa manera.

La Comisión Europea designó a un afable francés, Michel Barnier, como su principal negociador y le dio un equipo de 60 personas, provenientes de 19 países. Barnier vio el ‘brexit’ como “un caso de pérdida-pérdida” y decidió que la unión europea perdería lo menos posible. Entendió pronto que la unidad sería crucial y recorrió repetidamente los 27 países restantes para informar a sus líderes.

Al hacerlo, Barnier observó “un nuevo sentimiento de gravedad” entre los líderes europeos, estimulado por la realización de que ante Donald Trump y Vladimir Putin, Europa no debe ser debilitada. Entonces, en lugar de las luchas internas y las rivalidades intraeuropeas, los negociadores de Londres encontraron un sólido muro de unidad.

Algunos son más pacientes que otros. El mes pasado, la presidenta de Lituania, Dalia Grybauskaite, tuiteó su deseo navideño para Gran Bretaña: “Finalmente, decidan lo que realmente quieren y Santa entregará”. Otros oran secretamente para que Gran Bretaña finalmente se vaya, resuelva sus problemas internos y vuelva en una o dos décadas.

El balón está en la cancha de Gran Bretaña.

Hubo otra lección, menos gloriosa, de la saga ‘brexit’. El levantamiento que lo trajo en el 2016 no fue aislado.
“Cometimos el error de pensar que el ‘brexit’ era un problema puramente británico”, dijo un asesor del presidente de Francia, Emmanuel Macron. “No lo era. Es un problema europeo, y los chalecos amarillos son parte de él”.

La revuelta contra las élites y las desigualdades se ha extendido. Las mentiras, la demagogia y las divisiones que son familiares para los votantes estadounidenses ahora son comunes en Europa. Francia, que asumimos que se había salvado gracias a la elección de Macron, ahora enfrenta un sombrío ritual de violentas protestas semanales.

Pegados a la BBC en los últimos días, algunos de nosotros, asombrados por un teatro político tan fascinante, no pudimos evitar envidiar al menos el estilo con el que los británicos han manejado su propio ataque de locura.


© The New York Times.
–Glosado y editado–