"Antes de derrumbar normas, deshagámonos de los políticos que han hecho con ellas lo que han querido".
"Antes de derrumbar normas, deshagámonos de los políticos que han hecho con ellas lo que han querido".
/ NUCLEO-FOTOGRAFIA > MARIO ZAPATA
Editorial El Comercio

La convulsión política de las últimas semanas, gatillada por la inoportuna decisión del Congreso de vacar al presidente Martín Vizcarra y profundizada por el pobrísimo y torpe gobierno de , ha hecho que, desde algunos frentes, vuelva a sugerirse el cambio de Constitución como una medida ideal para superar las dificultades que enfrenta el país.

La idea la han traído a colación múltiples candidatos a la presidencia –sobre todo los de izquierda–, ha sido repetida por algunos de los manifestantes que se hicieron de las calles en los últimos días y, de acuerdo con una encuesta de Datum publicada en octubre, sería una propuesta apoyada por el 56% de peruanos. Pero nada de lo anterior basta para negar lo evidente: emprender el camino a una nueva Constitución sería una decisión errada.

Para empezar, es importante tomar en cuenta que para cambiar la Carta Magna hará falta elegir una asamblea constituyente (un proceso que, es necesario decir, no está expresamente detallado en nuestro ordenamiento jurídico). Eso quiere decir que los electores deberán seleccionar, entre los partidos políticos existentes, a quienes los representarían ante este órgano. Y el problema con ello es claro: se tendrá que escoger, para llevar a cabo la tarea, entre muchas de las agrupaciones que han sido artífices de las crisis que hemos enfrentado en los últimos cinco años. Si por tanto tiempo nos ha preocupado el trabajo legislativo de personas con intereses subalternos o poco preparadas, emanadas de tiendas políticas débiles o improvisadas, la idea de encargarles a estos mismos grupos la redacción de un documento que regirá el futuro del país por tiempo indefinido sería imprudente.

Por otro lado, es imperativo señalar que tener una nueva Constitución está muy lejos de ser la solución para los trances por los que hoy se reclama, y la aludida encuesta de Datum es clara en ese sentido. El 31% de los que se mostraron a favor de cambiarla, por ejemplo, lo hizo porque quiere “mayores castigos a los corruptos” y 20% porque quisiera “mayores castigos a los delincuentes”. En todos los casos, materias que poco tienen que ver con el documento en cuestión y mucho con las modificaciones que cualquier Congreso podría hacer por la vía legislativa sin la necesidad de cambiar todas las reglas de juego.

Otras inquietudes, como las relacionadas a las herramientas de control político o la eliminación de ciertas protecciones legales a los parlamentarios, también se pueden llevar a cabo sin cambios especialmente radicales, desde el Legislativo.

Dicho lo anterior, tampoco se puede ignorar el principal motivo por el que algunos grupos han perseguido el cambio de Constitución desde que la actual se implementó: la modificación del capítulo económico. En este punto, el capricho ideológico y una serie de mentiras pesan más que la razón y las cifras. Bajo la Carta de 1993, el bienestar de la ciudadanía ha mejorado de manera radical, especialmente si se hace una comparación con cómo estaba el Perú en tiempos anteriores. Así, si entre 1983 y 1993 el Perú tuvo una inflación promedio de 352% –la segunda más alta de la región–, entre el 2003 y el 2018 fue solo de 2,9% (IPE), la más baja del continente. Por otro lado, si entre 1975 y 1992 el país creció 0% en promedio, entre 1993 y el 2018 crecimos 4,9% (IPE).

Al mismo tiempo, el actual modelo ha supuesto un aumento en más de 400% del presupuesto público en los últimos 20 años y logró que la pobreza se redujese en más de 40 puntos porcentuales desde el 2004. Un potencial que no podemos darnos el lujo de extinguir cuando tenemos que recuperarnos de una gravísima recesión.

La Constitución puede y debe ser afinada en más de un punto. Elegir cambiarla, o reemplazarla por otra elaborada durante un régimen por el que nadie votó (como la de 1979), sin embargo, no es un camino ligero.

Antes de derrumbar normas, deshagámonos de los políticos que han hecho con ellas lo que han querido.