Editorial El Comercio

Esta semana, el Gobierno decretó el en los distritos limeños de San Juan de Lurigancho y San Martín de Porres, así como en la provincia piurana de Sullana por 60 días. Esto, según indicó el lunes la presidenta , con el objetivo de que las Fuerzas Armadas puedan prestar apoyo a la Policía Nacional del Perú (PNP) en esas jurisdicciones donde, además, han quedado prohibidos los eventos sociales entre la medianoche y las 4 de la mañana.

Con el correr de las horas, sin embargo, otros burgomaestres capitalinos exigieron que la misma medida se aplique en sus distritos, quizá preocupados por la posibilidad de sufrir lo que se conoce en la terminología especializada como el ‘efecto globo’; es decir, que al ‘apretar’ a la delincuencia en un lugar (por ejemplo, en San Martín de Porres), esta termine ‘explotando’ en otro cercano (como Los Olivos). Primero, fueron los representantes de las mancomunidades de y los que alzaron su voz de reclamo y, el jueves, 33 alcaldes se reunieron en la sede de la Municipalidad de Lima para suscribir un documento en el que, entre otras cosas, ‘exhortan’ al Gobierno a declarar en emergencia a de la capital que no lo están.

Por supuesto, hay excepciones. Una de ellas es el alcalde de Comas, Ulises Villegas, que ha sido más bien . “¿Qué hacemos nosotros con el Ejército por 60 días? Si lo que nosotros estamos pidiendo es que se aumente el presupuesto para Comas”, explicó a la prensa. Otra ha sido el burgomaestre de La Molina, Diego Uceda, pero estas son, como ya se dijo, excepciones, pues es evidente que la mayoría de sus colegas mira con entusiasmo la medida.

Los problemas que una declaración de emergencia en toda Lima implicaría, no obstante, son varios y no pueden pasarse por alto. El primero y más obvio es que estamos frente a una ciudad con nada menos que 43 distritos, algunos más azotados por la delincuencia que otros, por lo que restricciones que podrían entenderse bajo una lógica provisional en unos podrían resultar excesivas en otros. El segundo es que la prohibición de ciertas actividades nocturnas (como, por ejemplo, la de las discotecas o bares) durante dos meses podría afectar negocios que fueron muy golpeados por la pandemia. Y, tercero, que el estado de emergencia podría terminar sirviendo como una distracción para evitar atacar el problema de la inseguridad ciudadana de raíz y de manera integral.

Por ejemplo, cuando se habla de seguridad ciudadana, poco se menciona el alto nivel de informalidad en nuestra economía con negocios que pueden ser fácilmente permeables por el crimen o, en el sentido contrario, susceptibles de ser víctimas de estos. Tampoco se suele hablar sobre las extorsiones –un delito que, como , ha aumentado en un 50% en comparación con el mismo período del año anterior– y que pueden llevarse a cabo con prescindencia de que las FF.AA. estén patrullando en las calles, pues muchas veces se cometen incluso desde dentro de los centros penitenciarios.

Creer que el estado de emergencia es una solución sostenible en el tiempo para la inseguridad ciudadana sería caer en la complacencia y el autoengaño. Por eso mismo, preocupa que en declaraciones a la prensa la presidenta Boluarte haya dicho que no se trata de una medida improvisada, sino que esta ha sido , cuando resulta evidente que ha sido una reacción de su gobierno ante los últimos episodios de violencia que han estremecido a la capital.

El país corre el riesgo de sufrir un ‘efecto globo’, pero no como el que señalábamos líneas atrás, sino más bien como el que en el glosario de la ciencia política se conoce como ‘globo de ensayo’: que, por estar discutiendo todos la pertinencia de un estado de emergencia en la capital, perdamos de vista que la lucha contra la inseguridad ciudadana implica muchísimo más que eso.

Editorial de El Comercio

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