Editorial El Comercio

El fenómeno no es nuevo, pero el constante deterioro del nivel de las autoridades que elegimos hace que la preocupación que despierta no pierda vigencia: teniendo en cuenta que entre nosotros la votación es obligatoria, el en nuestros comicios es siempre bastante alto, y el proceso municipal y regional del último domingo no ha sido la excepción.

Hablando solamente de Lima, donde las dificultades de los ciudadanos que tienen que trasladarse a otro punto del territorio nacional para votar no existen, hablamos de un 21%, que ya es elevado. Y en algunos distritos como San Borja, Surco y Lince el porcentaje sobrepasa el 26%. Pero es en Miraflores y en San Isidro donde más del 30% de la población hábil para votar no acudió este fin de semana a las urnas. Es decir, grosso modo, un tercio de las personas llamadas a participar en la definición de quién habría de gobernar esas circunscripciones por los próximos cuatro años sencillamente desistió de hacerlo.

No ignoramos que se trata de distritos con una importante población de adultos mayores (que ya no están obligados a votar), pero aún así, la cifra es preocupante. Sobre todo, si consideramos que la queja contra las autoridades de toda laya es en esos barrios, de población predominantemente acomodada, frecuentemente altisonante. A la hora de tener que asumir responsabilidades con respecto a sus futuros gobiernos municipales, sin embargo, una relevante porción de los vecinos de esas localidades se deja ganar por una llamativa desidia.

Está claro que el monto de las multas por no votar –o, peor todavía, por no cumplir con sus eventuales tareas como miembros de mesa– no les hace a esos ciudadanos la misma mella que a los de otros distritos de la ciudad, pero no puede ser esa la única razón tras el desdén anotado. Hay en ello, nos tememos, algo de frívola distancia frente al destino de la comunidad que integran, y que, en parte, explica que estemos como estamos. Habría que recordárselos la próxima vez que se quejen.