Editorial El Comercio

Ayer de Inglaterra dejó de existir. Tenía 96 años, 70 de ellos como cabeza de una monarquía que vio desarticularse y sacudirse entre escándalos sin perder la compostura ni el aprecio de una gran parte de la población británica, a pesar de la corta edad a la que le tocó asumir tan difícil encargo y en tiempos en los que ver a una mujer en un puesto de poder constituía toda una excentricidad. En momentos en los que en varios países las monarquías se encuentran severamente cuestionadas, Isabel Alejandra María Windsor fue un ejemplo de que la valoración positiva de estas por parte de sus gobernados depende en gran medida de quiénes las lideren.

Dice mucho de Isabel II, por ejemplo, el respeto que por ella siempre mostraron los 15 primeros ministros británicos, entre conservadores y laboristas, que gobernaron el durante sus siete décadas en el trono. Que países como Canadá, Australia o Nueva Zelanda, reconocidos mundialmente por su buena salud democrática, la siguieran considerando como su jefa de Estado. O que el movimiento independentista que promovió la salida de Escocia del Reino Unido a través de un referéndum en el 2014 –en el que fue, sin duda, una de las crisis más dramáticas que le tocó vivir durante su reinado– nunca pusiera en duda la continuidad de Isabel II como monarca de los escoceses.

Por supuesto, este aprecio hacia su figura no fue gratuito, ni se debía solo a su condición de reina. A diferencia de otros monarcas con afán de protagonismo, Isabel II fue un dechado de sobriedad. Supo mantenerse en un discreto segundo plano conforme el imperio que encabezaba fue desmembrándose y debilitándose a lo largo del siglo pasado, y la monarquía que capitaneaba fue perdiendo poderes y atribuciones. No se le puede dejar de reconocer, en ese sentido, su escrupuloso respeto por la democracia y la separación de poderes entre la Corona y el Gobierno. Isabel II entendió su lugar en la arquitectura del poder británico y nunca excedió las atribuciones de su cargo. Un rasgo que, más que exhibir blandura, retrata un férreo compromiso con la institucionalidad.

Su mesura, sin embargo, no debe confundirse con inmovilidad. Su compromiso por el servicio público, algo que tanto se echa de menos por estos días en prácticamente todos los rincones del globo, nunca fue puesto en duda. Es bastante elocuente, por ejemplo, que frente a cámaras haya sido hace apenas tres días, durante su reunión con la flamante primera ministra británica, , a quien le encargó la conformación de su gobierno. Una cita en la que se la vio ya con un estado de salud bastante resquebrajado que, sin embargo, no fue óbice para que siguiera cumpliendo con sus obligaciones como monarca, literalmente, hasta el final de sus días.

Para muchos británicos, además, ella fue una garantía de estabilidad en momentos en los que el Reino Unido se vio fuertemente sacudido por crisis económicas, escándalos políticos, guerras, movimientos separatistas a ambos lados del mar de Irlanda, atentados terroristas y hasta una pandemia como la del COVID-19, que también la alcanzó.

Fue el símbolo de la unidad para un país que todavía no termina de procesar el remezón que significó el del 2016 y cuyas consecuencias tiñeron los mandatos de los dos primeros ministros ( y ) que debieron lidiar con sus reverberaciones en estos últimos cinco años. Y un referente para las monarquías europeas, varias de ellas lastradas por la polémica y cercadas por los debates sobre su supervivencia. Como bien la calificó ayer el presidente estadounidense, Joe Biden, .

Por lo mismo, si su figura fue durante tanto tiempo una señal de firmeza, su muerte y la consiguiente asunción al trono del ahora rey abren todo un período de incertidumbre para el Reino Unido y los países que reconocían a Isabel II como su jefa de Estado. Por lo que los cambios que traerá su partida dentro y fuera de las fronteras de su país todavía están por verse.

Después de todo, su muerte implica el final de toda una era.

Editorial de El Comercio