(Foto: EFE)
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Editorial El Comercio

El 21 de abril, Celso Josué Díaz Sevilla (19 años) participaba en una manifestación contra el régimen de en Mateare, un municipio de la capital de , cuando recibió un disparo por la espalda. Ya en el suelo, sus homicidas lo remataron de un segundo balazo en la cabeza. Su cuerpo quedó abandonado durante tres horas –ninguna autoridad acudió al lugar– y tuvo que ser retirado, envuelto en una sábana, por su propia familia. Según el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), la investigación “indica que los autores de los disparos podrían ser policías […] que llegaron al lugar en motos y dispararon armas de fuego”, en complicidad con otros tiradores “que se desplazaban en camionetas Mitsubishi de la Alcaldía de Mateare”.

La historia de Celso es apenas una de las 109 que componen el collage macabro que ha armado durante seis meses el GIEI –formado tras un acuerdo entre la OEA, la CIDH y el Gobierno Nicaragüense para investigar las muertes ocurridas durante las protestas en el país centroamericano entre el 18 de abril y el 30 de mayo– y que presentó sus resultados el viernes pasado en Washington. En realidad, el GIEI debió haber presentado su informe final un día antes, en Nicaragua, pero el régimen de Ortega decidió, sin explicación alguna, sacarlo del país.

La conclusión de las más de 450 páginas es sobrecogedora: “De la información disponible se desprende que el Estado de Nicaragua ha llevado a cabo conductas que de acuerdo con el derecho internacional deben considerarse crímenes de lesa humanidad”.

En efecto, del análisis de los 109 fallecidos –ocurridos solo durante el lapso del estudio, pues, a la fecha y a falta de información oficial, cálculos conservadores de algunas ONG ubican la cifra actual en alrededor de 325–, más de 1.400 heridos y 690 detenidos, el GIEI encontró que el Estado fue el principal promotor de la violencia en el país y que esta no se desarrolló de manera aislada, sino que siguió una lógica “organizada”, “impulsada y avalada por la máxima autoridad del Estado”.

Dicha violencia, además, habría sido ejecutada siguiendo el mismo esquema bicípite que aplica el chavismo en Venezuela: a través de una ‘represión formal’, efectuada por las fuerzas del orden, y una ‘represión paralela’, protagonizada por los grupos paraestatales, nombre con el que se conoce a las turbas de jóvenes afines al sandinismo que, según había detectado ya la CIDH en un informe de junio, actúan “con la aquiescencia, tolerancia y colaboración de las autoridades”.

Entre el espectro de crímenes que, a juicio del GIEI, habría perpetrado el régimen sandinista se encuentran los de tortura, violación, detención arbitraria, persecución y asesinato. Este último, además, se evidenció en las armas que utilizó la policía para dispersar las protestas, que incluían “armas de fuego y, en particular, armas de guerra”, como los fusiles AK-47 (que dispara hasta 600 veces por minuto), francotiradores Dragunov, ametralladoras PKM y escopetas pertrechadas con municiones de metal. Difícil creer que el gobierno de Ortega apeló a tal armamento solo para mantener el orden.

A ello, asimismo, el GIEI añade una impunidad rancia, que se relaciona con el copamiento del Poder Judicial y del Ministerio Público que ha venido realizando el sandinismo en los últimos años y que garantiza la lealtad al régimen de los funcionarios antes que el acceso de las víctimas a la justicia. La crisis ha motivado que, según el Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU (Acnur), para julio de este año al menos 23.000 nicaragüenses hayan pedido refugio a la vecina Costa Rica.

Si a este gravoso expediente le añadimos los alarmantes episodios de las últimas semanas, con detenciones ilegales a periodistas críticos –acusados de cargos como ‘terrorismo’ e ‘incitación al odio’–, las intervenciones a los locales de distintos medios de prensa, la persecución a una docena de ONG, entre otros atropellos a la , lo que tenemos al frente es la peor entraña de un régimen que, como ha demostrado ahora el GIEI, no solo es tirano, sino también asesino.