(Foto: Alonso Chero).
(Foto: Alonso Chero).
Editorial El Comercio

Bajo el eslogan de “Nada ha cambiado: volvemos a las calles”, el colectivo ha convocado este año a una segunda marcha nacional frente a la , que se realizará hoy.

Se trata de la tercera manifestación de este tipo. La primera tuvo lugar el año pasado a raíz de la constatación pública del creciente número de delitos contra mujeres cometidos en el país y la indignación masiva que generaron los actos de violencia que sufrieron Lady Guillén y Arlette Contreras, a mano de sus respectivas ex parejas, Ronny García y Adriano Pozo.

La segunda se celebró un año más tarde, y esta tercera tiene lugar en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. A Guillén, Contreras y las mujeres por las que se marchó en ocasiones anteriores se han sumado nuevos rostros. Ahí está la mujer que denunció haber sido violada durante el reciente censo nacional. Y está también Micaela de Osma y el atroz video que mostraba a su entonces pareja, Martín Camino, arrastrándola por el piso en una terrorífica repetición de la agresión que sufriera Contreras un año atrás, en otro escenario de un mismo país.

Si nos enfocamos estrictamente en las cifras, sin embargo, las cosas sí han cambiado… pero apenas. Según datos del Ministerio Público y del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, el número de feminicidios reportados se ha reducido de 107 a 99 entre el 2016 y el 2017 (enero-octubre) y el de tentativas de feminicidio de 222 a 204 en el mismo período. En lo que respecta a denuncias de violencia sexual contra la mujer, la estadística se ha mantenido relativamente estable según la última información disponible del INEI: entre el 2015 y el 2016, el número de denuncias de violaciones contra menores de edad aumentó de 3.753 a 3.768, y bajó de 1.558 a 1.520 en mayores de edad. Los indicadores, no obstante, siguen siendo espantosos y nos presentan como el tercer país con mayor prevalencia de violaciones sexuales en el mundo, solo detrás de Bangladesh y Etiopía.

Otro aspecto en el que poco se ha cambiado es el de la aproximación que gran parte de nuestra clase política y sociedad en general dedica al problema de la violencia de género. Para muestra basta con recordar la penosa intervención de quien fuera hasta hace poco presidenta de la Comisión de la Mujer en el Congreso, Maritza García, al afirmar que “la mujer a veces, sin razón, o sin querer queriendo da la oportunidad al varón para que se cometan ese tipo de actos [de violencia]” y que puede existir un agresor “absolutamente sano”. Y cada vez que se conoce una nueva denuncia de violencia contra una mujer se escuchan comentarios sexistas, que buscan arremeter contra la víctima o justificar y hasta convertir en mártir al atacante, o imponer cánones sobre cómo debería actuar una mujer para no ser agredida. O dicho de otra forma, por qué una víctima es culpable de serlo.

En estas circunstancias, en las que la voz de auxilio parece no escucharse lo suficientemente alto, ¿cómo no elevar la voz de protesta?

No basta, pues, solo con repudiar la violencia, como suelen hacer muchos políticos frente a un micrófono o a través de un tuit cuando un nuevo caso de agresión acontece. Sería insólito que alguien no lo hiciera. Resulta perentorio atacar las causas de la violencia y eso significa poner a revisión los propios paradigmas, respuestas y costumbres de una sociedad que ha llegado a ser tan peligrosa para las mujeres.

Porque si creemos que hay mujeres que provocan las agresiones en su contra, o si nos indignamos por expresiones hiperbólicas y no por la alarmante cifra de violaciones sexuales que estas ponen en relieve, y si le seguimos corriendo a una palabra tan inocente como real como ‘género’, quizá entonces sea cierto que nada ha cambiado.