Editorial: Un cuento de Frankenstein
Editorial: Un cuento de Frankenstein

El método científico basado en evidencia es uno de los principales motores del progreso humano. La efectividad de las vacunas y de los antibióticos, por ejemplo, está fuera de cuestionamiento en la comunidad científica seria desde hace varias décadas debido a la evidencia sobre sus resultados. Del mismo modo, sabemos que el cambio climático es real, que es causado por la actividad humana y que sus costos son potencialmente altos.

Pero si hay un tema en el que buena parte de la opinión pública parece aún distanciada del consenso científico es en el de los organismos genéticamente modificados (OGM), también conocidos como transgénicos. Como se sabe, estas son especies que han recibido la transferencia de uno o más genes útiles de otra planta, animal o microorganismo a fin de que exprese alguna característica deseable. Existe, por ejemplo, papa genéticamente modificada, que evita plagas sin necesidad de insecticida, y arroz cargado de vitamina A, que puede ser una solución barata y efectiva contra la ceguera, infecciones y, en más de medio millón de casos al año en el mundo, la muerte. A pesar de los obvios beneficios, existen grupos organizados que –por desinformación o por agenda implícita– combaten la expansión de los OGM. Estos grupos aluden, en la mayoría de casos, a potenciales –pero desconocidos– riesgos a la salud y al medio ambiente que causarían los OGM.

Sin embargo, como bien reafirmaron esta semana más de 100 personas galardonadas con el Premio Nobel, la evidencia científica no está del lado de los críticos. “No existe un solo caso confirmado de consecuencias negativas para humanos o animales a raíz del consumo de OGM”, “Los cultivos y comidas mejoradas a través de la biotecnología son tanto o más seguros que aquellos derivados de cualquier otro método de producción”, decía la misiva pública de la élite científica global, a la vez que reafirmaba lo que ya se sabía: los transgénicos no van en detrimento de la biodiversidad.

El pronunciamiento es ciertamente refrescante en medio de un clima cargado por medias verdades y miedos sin fundamento a nivel internacional. El rótulo de “Franken-comida” que usan los antagonistas para nombrar a los OGM no puede ser más ilustrativo de su recurso a la ficción y al terror sin sustento. Y el Perú, por supuesto, no ha sido inmune a estas campañas de desinformación. En el Perú rige una moratoria de transgénicos hasta el 2020 que impide que se siembren OGM (bajo pena de una multa que llega a los S/3,95 millones) y que se investiguen modos efectivos, saludables y ecológicos de utilizarlos.

La desinformación y el populismo que se han tejido con el asunto, de hecho, llegaron hasta la campaña presidencial pasada. Durante el primer debate, la ex candidata Keiko Fujimori acusó al actual presidente electo, Pedro Pablo Kuczynski, de “defender los transgénicos que tanta preocupación causan a los agricultores”. Y si la acusación demuestra ignorancia u oportunismo electoral de parte del fujimorismo, la respuesta del señor Kuczynski –quien remarcó que no apoyaba los transgénicos pero sí las semillas mejoradas– no fue mucho mejor.

Pasadas las elecciones, el nuevo Congreso y el Poder Ejecutivo pueden corregir un grave error que resta oportunidades a los agricultores nacionales. Entre 1996 y el 2012, el cultivo de OGM otorgó a los agricultores de países en desarrollo US$58.000 millones adicionales, al tiempo que redujo el uso de pesticidas y fertilizantes. Argentina, Brasil e India han sido grandes beneficiados. De esa enorme suma al Perú le tocó nada. La moratoria hace a nuestros productos menos competitivos no solo para el mercado externo sino también para el mercado interno. ¿O es que acaso una papa que resiste heladas y plagas no sería del interés de los agricultores nacionales?

En vista de la seguridad en términos de salud y de medio ambiente, el uso de productos tradicionales o de productos orgánicos (posiblemente para un mercado más sofisticado) o el de transgénicos debería corresponder a los mismos agricultores. Al negarles esta última posibilidad, se les condena al atraso, a perder competitividad (¿cuánto habrán avanzado otros países en mejores cultivos hasta el 2020?) y, en muchos casos, a la pobreza. 

Así como hace más de 45 años nos encapsulamos y negamos al libre comercio mientras el mundo se integraba, el retraso que nos puede generar el cegarnos ante la ciencia puede pasarnos similar factura. Y eso no es un cuento. Es una verdadera historia de terror.