Editorial El Comercio

Si a alguien le quedaban dudas de que el Gobierno buscaba la disolución del Congreso –aun sin contar con la ley de su lado–, los últimos dos días lo han dejado bastante claro.

El jueves en la noche, desde el Ejecutivo de que la Mesa Directiva del Congreso, tras –por improcedente– la cuestión de confianza presentada por el ahora exjefe del Gabinete Aníbal Torres el pasado 17 de noviembre, había gastado la primera ‘bala de plata’ de las dos con las que el Legislativo cuenta antes de quedar al borde de la disolución. Cierto es que el mensaje televisado que dio el presidente fue un poco ambiguo al respecto, pero fueron y , dos de sus ministros más zalameros, los que –en sus respectivas redes sociales– se encargaron de dejarlo claro: para ellos, el Congreso denegó la confianza.

Esta lectura, por supuesto, está inspirada en la famosa “denegación fáctica” que en setiembre del 2019 le permitió al entonces presidente Martín Vizcarra cerrar el Parlamento. Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde entonces y hoy esa posibilidad ya está vetada, pues la Ley 31355, impulsada por este Congreso en octubre del año pasado y recusada por el Gobierno ante el Tribunal Constitucional sin éxito, estipula que la aprobación o la denegación de la confianza es algo que solo puede determinar una votación en el pleno, algo que no ha ocurrido. Y que, además, el Ejecutivo solo puede invocar esta figura por asuntos ligados específicamente a su política general de gobierno y no a aquellos directamente vinculados con las competencias del Congreso, de modo que la confianza planteada por Torres era sencillamente insostenible. Por lo que estaríamos más bien ante una “denegación fantástica” por parte de un gobierno que se arroga atribuciones que la ley, explícitamente, no le concede.

Cierto es que a esta administración el apego a la ley y a las instituciones es algo que nunca le ha importado. Pero vale la pena incidir en este punto, pues el relato de que el Legislativo les ha denegado una primera cuestión de confianza ha venido siendo insistente y animosamente difundido por los adeptos al régimen en las últimas horas.

Lo anterior, además, explica el hecho de que el presidente Castillo haya decidido promover a la hasta ayer ministra de Cultura, , como sucesora de Torres. Chávez, como se sabe, cumple con todos los requisitos para que una representación nacional mínimamente decente le niegue el voto de investidura: viene por los presuntos delitos de aprovechamiento indebido del cargo y tráfico de influencias, le mintió al país al asegurar que no tiene una relación con el empresario Abel Sotelo –cuyos familiares se vieron beneficiados con el Estado, algunos incluso en el despacho de la hoy jefa del Gabinete– a pesar de que demuestra que sí, y ya fue en mayo –cartera desde la que se encargó de destruir el empleo formal– luego de que autorizara una huelga de controladores aéreos en plena Semana Santa, dejando varados a cientos de viajeros en varias partes del país.

La designación de Chávez es una provocación abierta de Castillo para azuzar todavía más la confrontación con el Congreso, ponerlos a elegir entre la vergüenza de investir a una jefa del Gabinete claramente incapaz para el cargo o negarle la confianza, y empujar su disolución, aun cuando no cuente con el respaldo legal para ello. Después de todo, ¿cuándo le han importado las formas al presidente que no ha tenido escrúpulo alguno en sabotear el trabajo de otras instituciones a fin de mantenerse en el poder?

Seamos claros: no se ha producido ninguna denegatoria de la confianza, pero desde Palacio de Gobierno ya se relamen con la posibilidad de disolver el Congreso y parece claro que el jefe del Estado hará todo lo posible para forzar ese desenlace. Avisados estamos.

Editorial de El Comercio