Un trabajador reparte balones de gas en una imagen de febrero de este año. (Foto: Alonso Chero/El Comercio).
Un trabajador reparte balones de gas en una imagen de febrero de este año. (Foto: Alonso Chero/El Comercio).
/ ALONSO CHERO
Editorial El Comercio

En muchos aspectos interrelacionados, el Perú se ha interpretado a sí mismo con una perspectiva dual: el Perú criollo y el Perú mestizo, el Perú de Lima y el Perú de provincias, el Perú oficial y el Otro Perú –José Matos Mar dixit–, etc. La historia nacional es, de cierto modo, la historia de los desencuentros, tensiones y acercamientos entre todas las visiones de este único país.

A estos cortes entrelazados se le suma uno más moderno, pero de similar reflejo: el Perú formal y . Aunque con esfuerzo y lentitud, la transformación y desarrollo de la economía nacional de las últimas décadas fue acercando el segundo al primero, con numerosas áreas grises en el intermedio. A un año del bicentenario, no obstante, la ha puesto el proceso en reversa.

El golpe de las necesarias medidas de aislamiento iba a debilitar la economía y empujar a más empresas y trabajadores hacia la informalidad. De eso no había duda. La misma secuencia de deterioro se viene experimentando –con diferentes dimensiones– en muchísimos países.

Pero una política pública inadecuada puede hacer que lo malo se torne peor. La distancia entre ambos Perú se podría seguir ampliando si los retos que impone la emergencia se enfrentan con más de la misma receta que creó buena parte de la brecha de informalidad en primer lugar. Como es usual, la presión total está puesta sobre los pocos negocios formales. Estos deben enfrentar una creciente carga burocrática y sobrecostos que harán a muchos inviables. Las penas por no cumplir son severas.

Entre los protocolos de salud poco realistas para la realidad de los negocios formales más pequeños del país, las autorizaciones y vaivenes del Ministerio de la Producción, las rigideces del Ministerio de Trabajo y Promoción del Empleo, la poca claridad en el orden de reapertura, y otras aplicaciones de la ley del embudo por parte del Ejecutivo, la disparidad entre las expectativas para los formales y los informales se profundiza. El Perú convive con los extremos de un sector formal sobrerregulado y un informal de espaldas a cualquier regulación. Acercar ambos no es prioridad en el debate actual, a pesar de que las circunstancias de hoy podrían ser un momento adecuado para evaluarlo.

Hay consecuencias económicas en ello. Expandir la carga burocrática que ya enfrenta el sector formal reduce su producción y desalienta nuevas inversiones. Los esfuerzos de los empresarios y trabajadores para preservar ingresos fluyen entonces hacia el sector informal –con menos oportunidades y mucho menos productividad–.

Más importante aún, hay también consecuencias serias en la salud. Si el Gobierno está realmente preocupado por reducir el riesgo de contagio de los trabajadores, hacer menos viables los negocios que están en alguna capacidad de ofrecer protocolos, y ser fiscalizados acorde, es poco razonable. El país requiere más empresas formales que puedan dar garantías de salud a sus empleados, no menos.

Por supuesto, estas presiones para imponer más carga sobre los pocos formales no están desligadas del contexto político. Aprovechando las necesidades y la urgencia de millones de familias, algunos no dudan en tejer narrativas que acrecientan brechas, división y desconfianza mientras cosechan aplausos. Este es un juego peligroso. Con un ciclo electoral y las pasiones exacerbadas por la coyuntura de emergencia, está en riesgo mucho de lo que el Perú logró construir en décadas. En ocasiones de crisis es precisamente cuando se hace necesario que las diferentes visiones dentro del país –los diferentes Perú– se encuentren en una ruta común hacia una meta compartida. Pero para eso se requiere usualmente un liderazgo político que sepa la dirección.