Editorial El Comercio

Este domingo los chilenos el texto que la llamada Convención Constitucional sometió a su consideración después de un año de trabajo. Cerca de un 62% de los ciudadanos que acudieron a las urnas votó en contra del proyecto y solo un 38% lo respaldó.

Lo ocurrido, hay que decirlo sin ambages, ha sido un terremoto político. Un remezón que alcanza sobre todo a los integrantes de la referida Convención y al presidente (que sintonizaba con el espíritu del documento propuesto y alentó su aprobación desde que estaba en campaña), pero no solo a ellos. El sacudón rebasa las fronteras del país sureño y estremece a diversos sectores políticos que a lo largo y ancho del continente han venido sosteniendo de un tiempo a esta parte que las constituciones son una especie de lista de deseos en las que basta colocar una aspiración para que se haga realidad.

De acuerdo con esos sectores, los problemas en la educación o la salud en sociedades como la nuestra derivarían del hecho de que estas no están “garantizadas” como un derecho constitucional. La verdad, sin embargo, es que en muchos casos la provisión de tales servicios sí está garantizada en las constituciones a los que esos sectores aluden y que, como es previsible, eso no ha supuesto la superación de las carencias que los afectan.

Sin la generación de riqueza, como se sabe, no hay cómo garantizar ni educación, ni salud, ni nada de lo que un Estado debe poner al alcance de los contribuyentes. Pero es con la fantasía descrita que aquí también el gobierno del presidente y sus aliados han estado tratando de promover una asamblea constituyente durante el último año. Y aunque no han tenido mucha fortuna en su empeño, vale la pena extraer algunas reflexiones de lo sucedido en para el debate que seguramente seguirá teniendo lugar entre nosotros.

Allá, la ciudadanía sí tenía la voluntad de ir a un cambio de Constitución y así lo expresó en el plebiscito celebrado en octubre del 2020. Pero, como ha quedado evidenciado ahora, no quería cualquier Constitución, sino una que reflejara las ideas moderadas que la mayoría compartía y que no perdiera de vista la razón de ser de toda Carta Magna: funcionar como un límite al poder de las autoridades sobre los individuos.

Las organizaciones radicales de izquierda y los independientes (que, juntos, ostentaban una amplia mayoría en la Convención) creyeron, sin embargo, que esa votación era una carta blanca para colocar en el documento su agenda maximalista, haciendo caso omiso de las objeciones de las otras voces que también estaban presentes en la asamblea, y ni qué decir de aquellos que, aun representando a un grueso sector de la ciudadanía, no tenían sitio en ella. En un momento que ya era difícil para ese país –por los problemas en la Araucanía, por la inflación, por el descontento desbordado de la gente con sus gobernantes anteriores–, trataron de incendiar la pradera… y los chamuscados terminaron siendo ellos mismos.

El clima de revanchismo e intolerancia hacia quienes no pensaban como ellos que esas organizaciones y sus voceros trasladaron al proyecto de texto constitucional fue rechazado por una amplia mayoría de los chilenos, que se encargó de recordarles a todos ellos de quién provenía el poder que provisionalmente había sido puesto en sus manos.

Entre nosotros, estos ecos del sur deben servir de advertencia tanto para aquellos que creen que cambiar la Constitución es una labor sencilla como para los que piensan que un proceso así sería la ocasión de hacer la revolución de sus sueños, imponiendo su visión del mundo sobre el resto.

La carta fundamental que nos rige ha tenido varias modificaciones en el tiempo. En este Diario hemos puntualizado siempre que cualquier modificación debe ser realizada dentro del marco de la ley –es decir, a través del Congreso– y sin tratar de hacer lo que ya hemos visto en otros países de la región. Esto es, la transformación de lo que es esencialmente un instrumento para controlar a quien ejerce el poder en todo lo contrario: una licencia para instalar tiranías.

Editorial de El Comercio